Culpar a la gente del ICBF por la muerte de niños en La Guajira es como pretender que la directora tiene en su poder la posibilidad sagrada de salvarles la vida. En este reduccionismo Cristina Plazas no es una funcionaria buena, mala o regular: es una deidad, una plaga o un desastre natural. Tal sería su desmesurado poder.
Ante la muerte de cualquier pelado lo primero que irrumpe en época de redes sociales es la indignación. Gracias a la bulla que se genera por esos lados alguna ayuda les llegará a las personas que la requieren. La indignación no es inútil, pero tampoco es la mata de la fertilidad. Por lo general, se consume en peleas, protagonismos e insultos personales.
En el caso de La Guajira hay un entorno visual que facilita la construcción citadina de imaginarios, como lo constatan las fotos de niños completamente abandonados a sí mismos, incapaces de contar las historias políticas de sus cuerpos más allá de la sola desnutrición. A este panorama se suma el legado de prejuicios que se repiten de generación en generación, de administración en administración y de funcionario en funcionario.
Cristina Plazas no es todopoderosa, como lo pretende alguna indignación, pero sí es una fiel embajadora de la mirada civilizatoria con que Bogotá pretende señalar las falencias que habría en la cultura wayuu. El problema es mucho más grave: a Cristina Plazas probablemente la reemplazarán otros funcionarios incapaces de incorporar los saberes indígenas a las políticas públicas de la salud y la nutrición en tiempos de sequía.
En vez de mandar a la armada con ayuda de beneficencia y una serie puntual de proyectos de desarrollo humanitario, al Gobierno le vendría bien contratar los servicios de un ejército de antropólogos que puedan explicar, sin la indignación o la pedantería del funcionario de Planeación, en qué consisten los equilibrios que se perdieron y qué se necesita para recuperarlos.