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Estas fueron las palabras del gobernador del estado de Río de Janeiro, el bolsonarista Cláudio Castro, tras la arremetida policial en los complejos de Alemão y Penha. No menos de 2.500 fuerzas de seguridad participaron en la pretendida búsqueda y detección del Comando Rojo (Comando Vermelho), una de las organizaciones criminales asentadas en las favelas. El saldo: 132 personas muertas. Por encima del desmadre de la cárcel de Carandirú, en la que 111 presos fueron asesinados tras el ingreso de la policía militar. Oficialmente se trata de la operación policial más letal en la historia de Brasil.
En esta ocasión le llamaron operación Contención (“Operação Contenção”). Solo los uniformados “son víctimas”, explicó Castro. Como si el resto de ciudadanos ajusticiados sin ley alguna que los proteja fueran prescindibles. Sobre las favelas hay una larga lista de etnografías que describen las formas en que sus habitantes, socialmente desfavorecidos y racialmente discriminados, han sido construidos discursivamente como amenazas que requieren ser barridas, limpiadas y educadas. El entorno urbano de las favelas es abiertamente considerado desordenado entre algunos amigos del orden. Al respecto, la antropóloga Erika Robb Larkins reconstruye en uno de sus textos cómo inicialmente las favelas fueron cuestionadas por su arquitectura desorganizada, tan en contra de la vigilancia y el control.
Volviendo al Comando Rojo, que era la excusa, vienen al punto su origen y formas de enfrentarlo. La mezcla inesperada de presos políticos durante la dictadura brasileña (1964–1985) con personas implicadas en delitos comunes llevó, según lo explican sus biógrafos, a una alianza improbable. Tras su nacimiento y ocasional trasegar por entre robos y delitos varios, el Comando Rojo pasó al tráfico de drogas. Y con estas, se crearon alianzas con políticos y policías. El Estado, insiste Larkins, nunca ha estado realmente ausente en las favelas. La apelación a la lucha contra el crimen organizado, podríamos agregar, tiene bastante de realidad como de espejo fantasioso.
Lo dice mejor uno de sus entrevistados: “La policía viene para mantener las cosas como están… para recordarnos que vivimos en una favela, que pueden romper todo y que no valemos. No vienen para cambiar nada”. No es entonces nueva la incursión policiva (ocurre cada tanto), como no lo es tampoco el deseo explícito de asegurar un orden que más allá de impartir justicia mantiene unas divisiones de clase entre la ciudad y la favela.
Sobra decirlo, pero en estos términos cualquier discusión extra sobre la necesidad de regular el mercado de la cocaína es imposible...
Para Castro, la matazón es parte de la lucha contra el “narcoterrorismo”, con lo que se replica el violento librero trumpista ya desplegado en el Caribe (y el Pacífico) contra las embarcaciones que se supone que constituyen una amenaza para la existencia de los Estados Unidos (cargadas de un fentanilo que no produce Venezuela). El espectáculo mediático generado y las imágenes de jóvenes esposados o reducidos a sus pantalonetas, recuerda que por aquí mismo ya pasó el presidente y dictador de El Salvador, Nayib Bukele, con sus cárceles violatorias de todos los derechos humanos pero tremendamente efectivas desde lo visual. Y ello para no insistir en el expresidente Álvaro Uribe y su operación Orión, en la Comuna 13 de Medellín, que en estas lides fue un pionero.
