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Un hongo comestible

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Nicolás Rodríguez
07 de agosto de 2015 - 08:33 p. m.
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AL DÍA SIGUIENTE DE LA EXPLOSIÓN en Hiroshima en 1945, el Daily Mirror tituló: “Ciudad desaparece en hongo de fuego”.

Desde entonces no hay aniversario para las 160.000 personas que murieron ese día que no esté mediado por alguna referencia visual al portobello. Por lo general, la semana de conmemoración de la bomba atómica es temporada de hongos en imágenes.

A los tres días le tocó el turno a Nagasaki. Unos años después, la Unión Soviética tenía su propia versión de un champiñón. Le siguieron el Reino Unido, Francia, China… Hoy la variedad de una misma especie es enorme. Los hay con tres cabezas, con una grande, con dos simétricas, flacos, gordos, perfectos, blancos, amarillos, con cielo azul o nublado.

El año de 1945 fue complicado para la fotografía. Además de las fotografías de abril y mayo tomadas en Bergen-Belsen, Buchenwald y Dachau durante la liberación de los campos de concentración, personas como Yosuke Yamahata registraron con sus cámaras los días posteriores a la incineración de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Aunque la foto estándar del hongo hizo carrera, no es la única que existe sobre el tema.

De hecho hay quienes cuestionan que sea la más apropiada. Para la escritora Kyo Maclear, el acto de mirar una y otra vez las mismas imágenes de los mismos hongos llevó a una crisis del testimonio. La pregunta de fondo que se hace Maclear tiene que ver con la mirada. Con que sea únicamente a través de la visión que nos acercamos a un lugar como Hiroshima, que encierra una historia traumática. ¿Setenta años después todavía basta con un lindo hongo?

Los hongos están en internet, a la vuelta de cualquier clic, pero no cuentan una historia que no sea la de su espectacularidad estética. Además de anestesiar (o de hacer bello y comestible lo que en realidad habría de ser horroroso) son coleccionados en llaveros y tienen precios de souvenir.

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