Hasta hace unos días, el municipio de Mapiripán, en el Meta, era conocido por ser el lugar en el que se perpetró una masacre. Ahí adquirió presencia nacional. Ese fue su bautizo.
De un tiempo para acá, sin embargo, el municipio se convirtió en el ejemplo emblemático de cómo en un lugar en el que hubo un acto de violencia cabe la posibilidad de que entre las víctimas se escondan los que se hacen pasar por víctimas.
Y así, de la mano de esta precisión, que ha sido defendida como la más correcta forma de proceder para que primen la verdad, la dignidad, la honorabilidad (y hasta la defensa de la verdadera defensa de los derechos humanos), Mapiripán ya es, entre muchos, el epicentro de las miradas negacionistas. Esa masacre, se escucha murmurar, en realidad no fue una masacre.
Con el agravante de que cuando no se está en el plano puro de la negación, de la duda abierta frente a si hubo o no una masacre, por lo normal se está ante un escenario igual o peor: el de la banalización, el de la normalización, el de la idea, presente en cualquier reporte u opinión reciente sobre Mapiripán, de que no es preciso detenerse a reconsiderar lo extraño que es el hecho mismo de que una masacre (especie de asesinato colectivo) pueda haberse concretado.
Lo aberrante de las últimas noticias asociadas a Mapiripán, nos dicen las voces oficiales, es la corrupción. Son los falsos testimonios, además de las mentiras. Es, en últimas, el peligro que todo esto supone para la buena fe de la institucionalidad. Pero lo que indigna, lo que mueve a la reflexión, nunca es la masacre en sí misma. O el hecho, difícil de imaginar, de que con más de 2.500 masacres entre 1982 y 2007 (el dato le pertenece a la Comisión de Memoria Histórica), la de los últimos treinta años sea una guerra de masacres.
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