No queda del todo claro a qué fue exactamente que le apostaron Annie Leibovitz y su equipo con las fotografías de Olena Zelenska, esposa del presidente de Ucrania, para la revista Vogue.
Retrato de la valentía, retrato del coraje, retrato de la primera dama que se resiste a permanecer al fondo y silenciada, de última. En principio hacia allá van las imágenes en las que la pareja posa para la reconocida retratista. Son tiempos de guerra y en vez de huir acá nos quedamos. Resiliencia y honor. Patriotismo.
Esa es la lectura que propone el texto.
Sus críticos no soportan la postura elegante con que fue retratada Zelenska. En una de las fotografías prácticamente desfila junto a tres militares debidamente armados (dos hombres y una mujer). La puesta en escena es terriblemente incómoda y nos recuerda las palabras de nadie más que Susan Sontag sobre el dolor de los demás y el rol de la fotografía en la estetización de la violencia.
Nada que Leibovitz, pareja de Sontag durante algún tiempo y conocedora por tanto de sus (a veces iconoclastas) reflexiones, no haya considerado.
El texto que acompaña los retratos insiste en que las imágenes importan. Pero no está claro por qué y cómo.
La indignación es tan entendible como sorda ante los que, desde el otro lado, saludan el gesto visual y piden más. Si se trata de mantener la atención y el interés de los occidentales en una guerra que amenaza con convertirse en paisaje, cualquier arma es válida. Incluidos el maquillaje, la pose y el glamur.
Quizás una tercera mirada a las imágenes, que no tardarán los grandes medios en convertir en icónicas, arroje como resultado que los verdaderamente representados en ellas son los europeos y los estadounidenses que las consumen.
Para mantener la empatía entre los países ricos que le han revirado a Rusia, pensarán los que idearon semejante despropósito, era necesario acudir a grandes gestos de refinamiento y banalización de la guerra.