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Vallejo y su prosa engordada

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Nicolás Rodríguez
10 de mayo de 2014 - 01:16 a. m.
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Salvo por uno que otro buen apunte, como el que dedica a la batalla de Palonegro (“dicen que eran tantos los cadáveres que los gallinazos no comían sino de sargento para arriba”), la última perorata pública de Fernando Vallejo es más bien aburridora. Se parece a la penúltima, a la antepenúltima, y a todas las anteriores.

En tiempos de La virgen de los sicarios, el desparpajo con el que Vallejo escribía era esclarecedor y refrescante. Veinte años después, algo de esa efectiva retórica contra las élites, la Iglesia, los poderes establecidos y el irrespeto hacia los animales se ha convertido en cantaleta efectista, empaquetada al vacío para ser leída ante cualquier auditorio, cualquier día del año, en cualquier feria del libro.

Su recorrido por la historia de Colombia se pretende trasgresor y de avanzada, pero la verdad es que el mensaje de sus diatribas es terriblemente conservador. Si no hay ninguna diferencia entre las guerras civiles del siglo XIX, la época de la Violencia, el Frente Nacional, el auge de las guerrillas, la llegada del narcotráfico o el paramilitarismo, entonces para qué la política, el Estado, las constituciones, los derechos.

¿Quién y cómo nos va a sacar de la guerra si estamos condenados a vivir lo mismo desde que nos separamos de España? ¿Realmente no hay ninguna diferencia entre los ocho años de Uribe (“el culibajito”) y los acercamientos, con todo y lo elitistas, hacia una negociación con la guerrilla? Vallejo será anarquista para muchas cosas. Para otras es apenas un reaccionario.

Podrá hacernos reír con su facilidad para escupir con gracia, pero su arte va agarrando visos de producción en serie. A lo Fernando Botero, que arrancó de irónico e iconoclasta y terminó por convertir sus figuras voluminosas en una exitosa fórmula. Ahora los poderosos no sólo no se sienten aludidos por estos regordetes reyes de la gula sino que pagan millones por tenerlos en las paredes de su sala.

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