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Para algunos políticos y comentaristas bastaron unas pocas escenas del ataque militar israelí posterior a los eventos del 7 de octubre para empezar a plantear la existencia de un genocidio. Otros fueron aparentemente más cautos.
Entre especialistas en los estudios sobre genocidio hubo igualmente y como era de esperarse (después de todo es un gremio disciplinar que nace del holocausto) grandes e incluso irreconciliables polémicas. Entre los que lo negaron y los que alertaron sobre su existencia, unos más cambiaron de opinión conforme se fueron intensificando las actividades bélicas.
Desde el campo de los derechos humanos, las diferencias en las posiciones han contribuido a complejizar aún más el tema. Están los que lo llaman abiertamente “genocidio” y los que han optado por hablar de “actos de genocidio”, como puede serlo el control del agua, o más recientemente la administración a cuenta gotas de comida por parte de contratistas que terminaron por suplantar las actividades humanitarias de las Naciones Unidas. Sobre si se puede o no determinar la intención de cometer un genocidio por parte de Israel otro tanto se ha escrito.
En el periodismo, una columna de opinión publicada hace un par de semanas por Bret Stephens en el New York Times, titulada “No, Israel no está cometiendo un genocidio”, levantó una serie perfectamente entendible de reacciones. El argumento ya se ha usado cientos de veces y se reduce a que si así lo quisieran, los militares habrían causado aún más daños. Por qué no es más grande el número de muertos, se pregunta Stephens, y no son pocos los que le contestan y han logrado que el periódico publique sus cartas de protesta.
En fin, la bitácora del debate (y qué terminacho para tan inenarrable tema) no se limita a los comentarios y esfuerzos explicativos de los políticos, los defensores de derechos humanos, los académicos, los periodistas u otros interesados desde el campo del derecho internacional, el arte o la literatura. Pero lo que sí parecería común a todos los anteriores es el rol de las imágenes en la elaboración de los argumentos. Y más aún, el papel de lo visual, de lo que se ve, lo que se puede ver y lo que no con respecto a lo que ocurre en la franja de Gaza.
Al respecto, una escritora interesada en el rol de las imágenes, que recuerda las luces de Susan Sontag, sobresale por sus preguntas y pertinentes aclaraciones. Me refiero a la autora, cineasta, curadora y profesora de literatura comparada Ariella Aïsha Azoulay. En palabras de Azoulay, no hay, no puede haber una imagen del genocidio. Lo que sí hay, lo que sí ha habido, son muchas imágenes que se usan e instrumentalizan con diversos fines.
Algunos, incluso, para contrarrestar la existencia del genocidio contra los Palestinos, como cuando el aparato militar y propagandístico de Israel niega el acceso de reporteros y fotoperiodistas independientes y decide qué mostrar y cuándo. O instrumentaliza las imágenes de dolor producidas durante los ataques del 7 de octubre protagonizados por Hamás.
Para Azoulay, en textos como el que publicó bajo el título de “Seeing genocide” (observar o ser testigo del genocidio), no basta con “ver” para reconocer que estamos ante un genocidio. No importa, podría agregarse, el número de imágenes con que el nos bombardean las redes sociales. Las imágenes son solo una de las evidencias que requieren ser complementadas con otras muchas fuentes de conocimiento histórico en las que también queda claro que la historia del genocidio para Palestina no arrancó el 7 de octubre.
