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Al expresidente Uribe hay que reconocerle su mano firme contra el secuestro. Durante sus ocho años de gobierno las Farc se vieron obligadas a encontrar otras “fuentes de financiación”. Y aunque hubo trato preferencial para algunos secuestrados (con rescate holliwoodesco y todo), el execrable crimen terminó convertido en un intolerable.
Ahora las Farc hablan de no secuestrar más, pero nadie les cree. Y con razón, pues ya antes lo habían prometido. Con todo, parece que habrá un antes y un después de la carta enviada por la guerrilla “desde las montañas”. Como se dice coloquialmente, “el país se puso a pensar”. Y no es para menos, pues como reza ese otro lugar común, “la herida del secuestro es profunda”. Lo que no sabemos, sin embargo, es qué tan profunda.
En su última y muy sugestiva columna, Jorge Orlando Melo nos ofrece algunos trazos de lo que podría ser una historia relacional del secuestro, una historia en la que las estadísticas tienen consecuencias. Propone que se le considere “el factor central de degradación y corrupción del conflicto colombiano” y nos recuerda que la ola de secuestros que se dio durante el fin de los ochenta y toda la década del noventa desató “la gran guerra del paramilitarismo”.
Pues bien, para ir un poco más lejos con esta historia relacional que no se limita a contar casos, que sea esta también la oportunidad para debatir el carácter privilegiado que se le da a la víctima del secuestro por sobre todas las otras víctimas de la violencia que rara vez logran que el país se detenga a pensar. Son las víctimas que no califican para grandes gestos, que no hacen parte de lo moralmente reprobable, que no convocan a una marcha y no ponen presidentes. Las mismas por las que nadie arranca una guerra y que rara vez son el punto de partida para la paz.
nicolasidarraga@gmail.com
