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En palabras de Juan Manuel Santos: “Hay muchas cosas de los acuerdos que a mí no me gustan”. El que habla ya no es el presidente. Ciertamente tampoco es el premio Nobel de Paz. Ni tan siquiera el experto internacional que imparte cátedra sobre posconflicto. Este de acá, que cuando más se le necesita reintroduce la incomestible teoría del sapo que toca tragarse, no es otro que el político en campaña. Y así nos va.
Del lado uribista y sus seguidores en esas almadrabas que llamamos redes, la respuesta era evidente: “Hay que hacer trizas ese papel”. Si sabía en lo que se metía y no le gustaba, opinaron los mesurados entre los incendiarios, entonces para qué firmó. Traidor, vanidoso, incoherente y demás son insultos recibidos por Santos ante su calculada ocurrencia.
Entre tanto, los guerrilleros de las Farc, que cumplieron con la dejación de armas, se lanzan al vacío de un complicado andamiaje institucional que no parece estar listo, que pende de la voluntad de los jefes de turno y desobedece lo pactado con las personas que están en las cárceles. Una promesa institucional de la que no se sabe si será capaz de garantizarles la reintegración a la vida civil. Por no mencionar si habrá condiciones reales para la defensa de sus propias vidas.
La vuelta a los batracios con los que nos debemos atragantar como forma de vender los acuerdos de la paz no solo es un guiño político a Vargas Lleras y su tren de oscuros y emproblemados amigotes. También es la renuncia a liderar la socialización de los acuerdos de paz. El uribismo pone todas las estrategias de comunicación, aun si amañadas, como se vio en la discusión del referendo. El Gobierno no le genera ninguna base de apoyo social al proceso de paz. Uribe y los suyos son el jefe de campaña del Palacio de Nariño.
