LO QUE HA QUEDADO DEMOSTRAdo con la Operación Sodoma no es solamente la capacidad y contundencia de nuestra Fuerza Pública, exaltada merecidamente por los ciudadanos, el gobierno y los medios de comunicación, sino sobre todo, el resultado de la aplicación exitosa de una política de seguridad durante ocho años.
Sin embargo, desde las 6 de la mañana de aquel 8 de agosto de 2002 cuando el presidente Uribe iniciaba su gobierno instalando en Valledupar la primera red de cooperantes ciudadanos con la Fuerza Pública, ha sido evidente que no todos los colombianos estaban dispuestos a acompañar al Estado en la lucha por la recuperación de su legitimidad.
Los opositores de la política de seguridad aparecieron tan pronto como empezó a hacerse evidente que por primera vez Colombia tendría la determinación para someter al terrorismo. Las primeras críticas surgieron por la invitación presidencial a los ciudadanos para que denunciaran a los violentos y recibieran la recompensa económica por su colaboración. Más tarde, quienes renegaban de la ofensiva militar como instrumento para alcanzar la paz, utilizaron el miedo como instrumento para “alertar a la ciudadanía” sobre las consecuencias violentas que se vendrían como respuesta a la arremetida del Estado. Atentados como el del Club El Nogal o los homicidios perpetrados sobre personas secuestradas se convirtieron en el ejemplo de sus tesis.
Cuando la política de seguridad requirió financiación, los supuestos “defensores de la paz” denunciaron que en Colombia se gastaba más para la guerra que para lo social, en un país en el cual más de la mitad de ciudadanos vivían en la pobreza. Más tarde, estos mismos individuos buscaron judicializar a los militares que participaron en operaciones exitosas, convirtiéndolos en peligrosos violadores de derechos humanos o en aliados de los paramilitares. Dijeron hasta el cansancio que las acciones militares no lograban la recuperación del orden sino la creación de una crisis humanitaria sin precedentes en Colombia. Todavía hoy, pese a la evidencia, algunos sostienen que nunca como ahora ha habido tanto desplazado y víctima de la violencia.
Hace unas semanas, cuando la Policía Nacional sufrió un par de reveses a manos de los terroristas de las Farc, los “pacifistas militantes” insistieron en el diálogo, ante lo que calificaron como la muestra incuestionable del fracaso de la política de seguridad democrática.
Ahora que se ha dado un golpe certero al terrorismo, que nos permite por fin vislumbrar la posibilidad de la paz en Colombia, no debemos descuidarnos ante la reacción de los detractores de la política de seguridad. Ya sabemos que saldrán a minimizar el éxito, a rogar por una solución negociada, e inclusive a perseguir a nuestros soldados y a nuestros generales para incriminarlos como delincuentes.
Hay dos lecciones que de todo esto vale la pena resaltar. La primera es que las políticas tienen la capacidad de transformar la realidad cuando son aplicadas con rigor y persistencia, y la segunda, que por cuenta de ellas, siempre habrá algunos a los que hay que salvar aun en contra de su propia voluntad.
Twitter: @NicolasUribe