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ERA FINALES DE 1966 CUANDO LLEgué a la sede del Diario del Caribe de Barranquilla, con la ilusión de hacer un periódico que iba a imprimirse allí.
Esperaba encontrarme con su director, un escritor que ya admiraba, Álvaro Cepeda Samudio. No lo hallé de inmediato pero en la redacción vi a un joven flaco que no paraba de escribir en su máquina y tenía sobre su escritorio varios libros, entre otros Rayuela de Julio Cortázar. Esa circunstancia dio margen para que comenzáramos a hablar, y antes de una hora ya estaba invitándome a ir a cine. Ese fue el comienzo de una larga amistad con Alberto Duque López que permitió verlo alegre muchas veces, triste muy pocas y hace quince días en una clínica, acostado, muy delgado, con una contextura que no era la que tuvo en sus últimos años, y con un color en su rostro que tampoco era el suyo; tanto que pregunté a la enfermera dónde estaba mi amigo. Pero era él, desconocido, sin ganas de hablar. Ni siquiera me dijo “tigre”, como habitualmente saludaba.
Era una persona especial, pero distinta. ¿Quién podría pensar que era barranquillero? Que yo sepa, jamás se tomó un trago, bailar jamás lo vi. En cambio era feliz viendo tres y cuatro películas seguidas; ir a un buen restaurante y decir “delicioso” después de la comida. Leer y escribir también eran sus pasiones. Cuando fuimos vecinos de escritorio en la redacción de El Espectador me llamaba la atención la pulcritud de sus cuartillas, sin enmendaduras y tachaduras, lo que demostraba la exactitud con que ponía las palabras.
Recuerdo los años en que ganó el Premio Esso de Novela en 1968, cuando por una infidencia —que ayudé a divulgar— se conoció el veredicto antes de que el jurado lo diera oficialmente. Se estuvo a punto de reversar la decisión, pero la verdad era que no podía desconocerse lo que significaba la Nueva historia de Mateo el flautista, según la versión de su hermano Juan Sebastián y las memorias de Ana Magdalena.
Luego de esa presea, Alberto se vino con su familia a Bogotá, se vinculó a este diario y entró al mundo intelectual, aquel que todas las tardes y las noches se congregaba en “El Cisne” de la carrera séptima. Hablaba de Guillermo Cabrera Infante, el escritor cubano que también era crítico de cine; de Julio Cortázar, a quien admiraba tanto que estuvo a punto de bautizar Rocamadour a su hijo mayor. Alix, su mujer, no dejó ponerle ese nombre de cronopio, pero él así siguió llamándolo. A otro de sus hijos, el menor, le puso Mario Gabriel, también en homenaje a otros dos escritores que adoraba: Vargas Llosa y García Márquez.
Su amor al cine, que fue su gran pasión, lo hacía viajar a los festivales en cualquier lugar de la Tierra porque, como yo le decía, “el film justifica los medios”. Sobre su tumba, le recomiendo a sus hijos Alberto, Margarita, Olga Elena, Mario Gabriel, y por su puesto a Alix, le pongan un epitafio que diga: “Fin”.
Adiós, Alberto.
