Colombia y Venezuela están, a partir de la semana pasada, en sus mejores tiempos de vecindad. Aparte de la crisis surgida entre los gobiernos de Chávez y Uribe, y luego de Maduro y Duque, el punto más álgido entre ambos países fue el registrado en los gobiernos de Virgilio Barco y Jaime Lusinchi cuando la corbeta Caldas navegó por una zona marítima que aún se disputan las dos naciones. Mientras la embarcación colombiana estaba en la zona, una venezolana la invitaba con amenazas a retirarse del lugar. Los hechos comenzaron el 9 de agosto de 1987.
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Se supo que en la noche del 16 de agosto, siete días después, el presidente Lusinchi estuvo reunido con su ministro de Defensa, general Eliodoro Guerrero, y los jefes del alto mando militar, donde acordaron sacar a la fuerza la corbeta Caldas, asumiendo las consecuencias. Luego de esa peligrosa decisión el mandatario se trasladó, nervioso, a una fiesta de cumpleaños, anticipada, de su secretaria privada y muy querida, Blanquita Ibáñez, en la residencia de su amigo Alfonso Riverol.
Como entre cielo y tierra no hay nada oculto, la noticia del ataque se “filtró” y traspasó la frontera y las trochas, tanto que el presidente Barco, durante una intervención radiotelevisada a la hora insólita de las 11 de la noche y en un acto de grandeza, anunció que el Gobierno de Colombia, “fiel a los principios de la solución pacífica de las controversias y consecuente con su tradicional voluntad latinoamericana, ha ordenado las medidas pertinentes para contribuir a la normalización de la situación creada y confía en que el Gobierno venezolano hará lo propio”.
Cuando el presidente Lusinchi regresó al Palacio de Miraflores se enteró de la decisión de su colega y le tocó dar la contraorden, mandar el retiro de su nave, para hacer lo propio. Nos salvamos por un pelo o por las canas al aire del mandatario venezolano.
Hay que confiar en que ahora los dos países y los dos gobiernos mantengan sus buenas relaciones. Ya no hay canas al aire, sino Diosdado Cabello.