El artículo 109 de la Constitución de 1886 decía: “El presidente de la República no puede conferir empleo a los senadores y representantes principales durante el período de las funciones de estos ni a los suplentes cuando estén ejerciendo el cargo, con excepción de los ministros y viceministros del despacho, jefe de Departamento Administrativo, gobernador, alcalde de Bogotá, agente diplomático y jefe militar en tiempo de guerra. La aceptación de cualquiera de aquellos empleos por un miembro del Congreso produce vacante transitoria por el tiempo en que desempeñe el cargo”.
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Palabras más, palabras menos, en la tan promocionada “reforma política” pretendían revivir esa norma para que los parlamentarios pudieran ser ministros y luego regresar al Congreso si renunciaban del cargo y el período no hubiera concluido. Era una especie de puerta giratoria. Eso está bien en un régimen parlamentario, pero no en uno presidencial, como el nuestro.
Cuando los parlamentos les ganaron la partida a los reyes, estos quedaron convertidos en el símbolo de una autoridad desaparecida. Desde entonces, el verdadero gobierno comenzó a residir en una comisión del seno de los parlamentos que entró a llamarse gabinete. Luego los ministros seguían siendo parlamentarios, sin perder esa condición. Aquí copiaron el sistema con una variable: el congresista, transitoriamente, dejaba de serlo si era nombrado ministro y reasumía si renunciaba o lo echaban. Fue la época de ministros “políticos”, como Julio César Turbay, Germán Zea, Belisario Betancur, Augusto Ramírez Ocampo, entre otros.
En la fallida reforma política deseaban volver a esa práctica para que los congresistas —sobre todo las congresistas— no se inhabilitaran para aspirar a alcaldías y gobernaciones próximas. Afortunadamente, cuando hay muchos aspirantes la ventaja es que solo gana uno, sobre todo el malo.