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La gran mayoría de los periodistas de mi generación (la de los años setenta) deseábamos hacer investigaciones estilo Watergate y encontrarnos nuestro “Garganta Profunda”.
Los ejemplos de dos jóvenes reporteros del Washington Post que tumbaron al presidente de la nación más poderosa del mundo trazaron un camino que muchos deseábamos seguir. Pero la verdad es que Carl Bernstein y Bob Woodward, los autores de la investigación y de las crónicas, jamás habrían logrado su propósito si no hubieran tenido la dirección y la orientación del editor del periódico, el legendario Ben Bradlee, fallecido la semana pasada a los 93 años.
Supo Bradlee impedir los excesos juveniles de ese par de reporteros, hacerlos responsables y enseñarles la importancia que tiene la libertad de prensa en una democracia. El Washington Post dio ejemplo de buen periodismo y de manejo confidencial de unas fuentes que, si bien suministraban información valiosa, requerían comprobación.
En este simbólico caso de periodismo de investigación, los años demostraron que “Garganta Profunda”, el informador anónimo de los reporteros, tuvo interés particular para dar a conocer sus revelaciones. El escándalo Watergate surgió seis meses después de la muerte del director del FBI, Edgar Hoover, poco después de que Mark Felt (“Garganta Profunda”) se sintiera maltratado por Nixon al no ponerlo al frente de la agencia, siendo que, según él, tenía los méritos y el derecho, y prefirió escoger a alguien más cercano a su entorno, el fiscal general adjunto, Patrick Gray.
Algo va de “Garganta Profunda” a los hackers de ahora. De todas maneras, a los informantes hay que aplicarles retención en la fuente, porque a veces suministran datos sin ton Ni-xon.
Hay periodistas que confunden el periodismo de profundidad con un submarino.
