Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Me quedé corto en la columna de la semana pasada, cuando hablé de los cierres del Congreso en los gobiernos del general Rafael Reyes y de Mariano Ospina Pérez. También el general Tomás Cipriano de Mosquera lo cerró cuando asumió por cuarta vez la Presidencia. Las tensas relaciones que tenía con el Legislativo determinaron que el 29 de abril de 1867 acudiera al estado de sitio, cerrara el Congreso y metiera a la cárcel a sus más acérrimos enemigos: Manuel Murillo Toro, Santiago Pérez y Felipe Zapata.
Pero, como si se tratara del Perú de hoy, el Ejército patrocinó un golpe de Estado contra Mosquera en el amanecer del 23 de mayo de 1867. Asumió el segundo designado, Santos Acosta. El golpe estaba previsto para dos días antes, pero como el sastre encargado de confeccionar el uniforme con el que debía posesionarse el nuevo mandatario no lo pudo terminar —como todos los sastres—, lo aplazaron. Era tal la seguridad sobre el buen éxito del plan, que resolvieron posponerlo hasta cuando el manejo de las agujas lo permitiera. ¡Qué de... sastre! Por estar cerrado el Congreso, Acosta debió posesionarse ante el presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Los conspiradores fueron hasta el Palacio de San Carlos y pudieron llegar sin ninguna dificultad hasta la cama en donde dormía el general Mosquera. El coronel Daniel Delgado le dijo: “En nombre de la Constitución y de las leyes, está usted preso”. Él respondió: “¡Carajo! Lo que ustedes han hecho es una bellaquería sin precedentes”.
Se quedó pensativo y al poco tiempo preguntó:
—¿Y dónde está el general Acosta? (era su comandante en jefe del Ejército).
—Acaba de encargarse del Poder Ejecutivo como segundo designado.
Con ademán entre pensativo y nervioso se mantuvo sentado al borde de la cama y comenzó a vestirse, ayudado por los que lo rodeaban, para luego comentar:
—Hum, pude hacerlo general, pero jamás caballero.
