Se nos fue el maestro Fernando Botero, el más grande artista que ha dado nuestro país. Ver su obra en los mejores museos del mundo u observar sus esculturas en grandes avenidas, parques y bulevares de las principales ciudades hace que se nos olviden los malos momentos que pasamos en los aeropuertos cuando las autoridades nos miran con ilusiones, buscando el polvo maldito. Cuando vemos su obra, su estética, su belleza, nos sentimos plenos de haber nacido en este hermoso país que el maestro Botero supo representar y dibujar, y que lo seguirá ahora hasta la eternidad.
¡Quién se iba a imaginar que el modesto joven de las montañas de Antioquia iba a merecer después los más rimbombantes elogios de los mejores críticos del mundo! En él, de manera prodigiosa, se encuentran el pintor, el escultor y el dibujante, y todo lo mostró en forma monumental con la belleza que le fue característica, pero también con galantería y picardía.
Cuando se habla de los “gordos” de Botero, de las corridas de toros, de los caballos y hasta de las torturas en Irak, su pincel, reflejado en ese arte, es inconfundible y figurativo. En muchas ocasiones fue el reflejo de aquello que vivió en su infancia.
No se conformó el maestro con la pintura y los retratos, y se dedicó desde los años 70 a la escultura con esos volúmenes inmensos y una luz integrada al bronce. Así su obra pasó de los museos a las grandes avenidas y a los hermosos parques. Les ofreció también a las gentes de Medellín la oportunidad de ver en sus calles esas inmensidades en bronce, así algunos de sus paisanos hayan gozado quitándole un bigote a uno de sus gatos o poniendo una bomba a sus esculturas.
Sigue a El Espectador en WhatsAppLa generosidad también fue una de sus características. Prefirió compartir su colección personal, hacerla universal para que todos pudiésemos admirar a Monet, Degas, Renoir y tantas otras obras que adquirió en vida. Y en la Casa de Nariño nos dejó a su Monja para que nos preserve de los malos gobiernos.
Gracias, maestro Botero.