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Los presidentes Biden, de Estados Unidos, y Petro, de Colombia, se entrevistaron la semana pasada, iniciando así una nueva etapa de las relaciones entre ambos países. Las dos naciones tuvieron relaciones tensas en los inicios del siglo XX como consecuencia de la separación de Panamá. El istmo se nos fue y nosotros no nos cansábamos de llorar y lamentar ese hecho. Cuando se discutía en nuestro Senado el tratado que originó la separación, el buen gramático y pésimo político Miguel Antonio Caro dijo: “Mal hacía Colombia en ligar a perpetuidad su suerte a la de los Estados Unidos puesto que la aparente pujanza y grandeza de ese país de inmigrantes era efímera, una estrella fugaz en el firmamento de las naciones que jamás alcanzaría la permanencia y la solidez de las potencias europeas”.
Palabras de un conservador que hoy envidiaría cualquier izquierdista del Pacto Histórico.
Impulsados por Caro, el tratado fue negado el 13 de agosto de 1903 y solo en 1914, en las postrimerías del gobierno de Carlos E. Restrepo, se firmó uno nuevo, el Urrutia-Thomson, que pondría fin al problema con Panamá. Allí los Estados Unidos nos indemnizaban con US$25 millones y manifestaban “sincero pesar” (“sincere regret”) por la separación. Por supuesto, el Congreso norteamericano no le dio paso a esa clase de excusas y nos tocó tragarnos el sapo, pero recibimos la limosna, como diría el canciller Leyva.
Eran otros tiempos. Caro estaba equivocado hablando de “país de inmigrantes” y Marco Fidel Suárez, más certero, hablaba de “mirar hacia el norte” a la “estrella polar”.
Hoy Petro, de izquierda, llegó facilito a la Casa Blanca con la esperanza de encontrar un nuevo panorama con el país del norte que ponga fin —¡por fin!— a esa lucha desigual a la que nos han llevado las mafias del narcotráfico. Aquí cultivamos, procesamos y exportamos la droga y en los Estados Unidos la aspiran. Nosotros tenemos derecho a tener otra clase de aspiraciones. Por ejemplo, degustar el verdadero postre de ñatas.
