Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cuando hace unos meses el Gobierno expidió lo que se conoció como el “decretazo” para salvar la ley de pensiones, el jurista Mauricio Gaona —hijo del inolvidable maestro Manuel Gaona— hizo un detallado análisis sobre lo que se ha dado en llamar la excepción de inconstitucionalidad, que permite al juez aplicar la Constitución por encima de cualquier norma.
El antecedente de defensa de la Constitución frente a disposiciones inferiores se produjo en los EE. UU. con el célebre fallo del juez Marshall durante el proceso de Marbury contra Madison en l803. El caso se originó con el nombramiento de William Marbury como juez de paz del distrito de Columbia, hecho por el presidente John Adams, dos días antes de entregar el poder. A funcionarios como éste, que siguen ejerciendo pero están próximos a entregar el cargo, los norteamericanos lo llaman lame duck (pato lisiado). Pues el nuevo gobierno de Thomas Jefferson designó como secretario de Estado a James Madison, a quien dio la orden de no posesionar al funcionario designando por su antecesor.
Ante la demanda el magistrado ponente John Marshall, virginiano y primo lejano de Jefferson, sostuvo que Marbury tenía derecho a posesionarse pero a reglón seguido señalaba que esa corporación no tenía competencia para fallar porque, a pesar de ser inconstitucional, no podía decidir sobre el tema.
Sin embargo, la decisión creó jurisprudencia y se conoce como el caso de Marbury contra Madison, que fue citado por el profesor Gaona en el debate sobre el “decretazo”. Según ella el juez, y solo el juez, puede declarar inconstitucional una ley, y por consiguiente, desaplicarla cuando la considera violatoria de la Constitución. Los jueces norteamericanos desde entonces acuden a esa jurisprudencia a pesar de que no existe norma expresa que lo diga. Y por eso Marbury pudo posesionarse.
Entre nosotros, por el contrario, sí existe la norma desde 1910. Y la Constitución de l991 la ratificó: “La Constitución es norma de norma”. No caben los “decretazos”, a pesar de que al autor del engendro ni siquiera se le pusieran los pelos de punta.
