Vale la pena releer por estos días las memorias de la Revolución Sandinista escritas por Sergio Ramírez, Adiós, muchachos, en donde rememora los inicios de la guerrilla nicaragüense que derrotó a la dictadura de los Somoza. Se pone uno a pensar si de verdad valió la pena tanta lucha, tantos muertos, para llegar a lo que es hoy una dictadura peor, la de los esposos Ortega y Murillo.
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Ramírez, con esa prosa que le valió el Premio Cervantes, describe cómo fueron esos comienzos de la lucha en 1979, cuando soñaban con un país mejor, sin presos políticos, con democracia y sin Somoza Debayle.
La figura del sátrapa latinoamericano que describen García Márquez en El otoño del patriarca, Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, Roa Bastos en Yo el supremo —para solo citar unos pocos— no es nada en comparación con lo que vienen haciendo Ortega y Murillo.
¿Cómo así que se atreven a quitarles la nacionalidad a ciudadanos nicaragüenses, sobre todo a nicaragüenses ilustres como el mismo Sergio Ramírez que fue no solo su compañero de luchas sino también su compañero de fórmula presidencial?
Pero eso no es nuevo entre nosotros. El Gobierno de Laureano Gómez y Roberto Urdaneta propuso a una Asamblea Constituyente en 1953 el siguiente artículo: “El colombiano, aunque haya perdido la calidad de nacional, que fuere cogido con las armas en la mano en guerra contra Colombia, o que en el exterior ejecute actos que tiendan a deshonrar la República, o que se comprometa en actividades subversivas contra el régimen interior del Estado, o que de palabra o por escrito atente al prestigio de las autoridades y de las instituciones del país será juzgado y penado como traidor”.
Lo de Ortega en Nicaragua es copia de lo nuestro de 1953. Como quien dice, Ortega y cassette.