La Guajira es uno de los departamentos olvidados y que siempre están al azar, a la buena de Dios. Muchos han escrito sobre su belleza y sus desgracias. El descubridor de García Márquez en El Espectador, Eduardo Zalamea Borda, escribió, por los años 30, la extraordinaria novela a la que llamó Cuatro años a bordo de mí mismo, que tiene como escenario ese departamento: un viaje en balandro con pájaros y tempestades, remotos puertos olorosos a sábalos fritos. Es una descripción de hombres y mujeres de raza guajira, wayú, una soledad en las salinas tendidas contra un paisaje de cactus rasgado por el vuelo de los alcatraces. Es el mismo espectáculo que se puede ver hoy, 100 años después, como si sus gentes y sus indígenas no hubieran tenido una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Pues ese hermoso departamento estuvo aislado del mundo por muchos años, tanto que estaba más cerca de Venezuela que de Colombia. Para viajar de Santa Marta a Riohacha había que hacerlo en barco. Por mucho tiempo la carretera no pudo concluirse porque un sitio que se había proyectado para su tránsito estuvo taponado por el llamado cerro de los Muchachitos, cuyo paso tuvo que ser destruido hace poco más de 60 años lo cual permitió, ¡por fin!, que se abriera la carretera que hoy beneficia más al narcotráfico que al comercio legal.
En el gobierno de López Michelsen nombraron gobernador a un gran jurista de la región, Lorenzo Solano Peláez, y en el acto de posesión un paisano muy querido, también abogado, así como inolvidable mamador de gallo, Juan Pinto Núñez, le soltó estos versos:
“Con el nuevo gobernador / prosperará La Guajira / por lo menos eso aspira / el pobre indio elector. / Lorenzo, conocedor / del grave problema humano / su apellido Solano, dividirá sin rencor: / a los ricos dará el sol y a los indios por el ano”.
Su gestión no dio para mucho, pero entre sus coterráneos quedó el recuerdo de los versos de Pinto Núñez.
