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Óscar Alarcón y David Sánchez Juliao mantuvieron una prolífica relación. Memorias de un viajero incansable.
David Sánchez Juliao creó la leyenda de que los dos nos parecíamos. La verdad es que no era del mismo tamaño, ni pesaba lo mismo, no tenía el mismo color, entonces no éramos iguales. Pero a pesar de ese proverbio vallenato del maestro Escalona, en más de una ocasión nos confundieron, a pesar de que en los últimos años se dejó crecer la barba. Sin embargo una vez, en una de las calles más concurridas de Santa Marta, de donde soy oriundo y en donde pensaba que me conocían, un paisano se quedó viéndome y con gran sorpresa me dijo:
— Oye David, de verdad que tú eres igualito a Óscar Alarcón.
Pero eso no es nada. Una vez en un restaurante del norte de Bogotá, Bernardo Ramírez, quien fuera ministro del presidente Belisario Betancur, y quien me conocía, se me acercó muy emocionado y me dijo: “Maestro, ¿cuándo regresó?”. E inmediatamente, sin dejarme hablar, comenzó un discurso paisa sobre la importancia que tenía que los intelectuales estuvieran en el cuerpo diplomático y de lo que significaba para un escritor latinoamericano vivir en India. Después de unos diez minutos, cuando me dejó hablar le dije a Ramírez, aprovechando la pausa, que yo no era David, que la diplomacia para mí ha sido algo inalcanzable y que India apenas la conozco en fotos y en películas, como la inolvidable de Gandhi.
Pero a David le encantaba jugar a ese parecido. Se molestó conmigo cuando me excusé de atender una invitación a la Unión Soviética adonde debíamos ir los dos gracias a una gentileza de los comunistas de entonces. Su disgusto se debió a que su propósito era el de cambiar nuestros pasaportes en el aeropuerto de Moscú y así engañar a la KGB “antes de que caiga el muro de Berlín”.
Larga amistad
Él me decía “Mello” y así también lo hacía Cati, su compañera, y así también me llamó ella en la madrugada del miércoles, cuando con la voz entrecortada y en medio de sollozos, me comunicó la infausta noticia. Yo no lo podía creer porque el pasado martes, a las 10 y 32 de la mañana me envió el último mail comentándome mis últimas columnas, y además habíamos quedado en vernos el miércoles en las horas de la noche.
Con David tuvimos una amistad muy larga, llena de anécdotas, en donde muy pocas veces hubo tristeza porque cualquier hecho merecía para él el apunte o el gracejo o el calambur que daba para una carcajada. Recuerdo cómo llegó precipitadamente de Egipto cuando un funcionario de la embajada colombiana en ese país le inició un proceso penal que a cualquiera habría destruido. Lo recibí en El Dorado y en medio de la seguridad que le daba su inocencia, como en efecto quedó comprobada con la ayuda de sus abogados Jaime Bernal Cuéllar y Gerardo Barbosa, David no hizo más que hacerme agradable el trayecto y quitarme la preocupación ajena con la que yo había llegado.
Inolvidable también fue el viaje que hicimos a las minas del carbón en La Guajira y a Aracataca, por gentil invitación de Gabo y Mercedes. Estuvimos con Darío Arismendi, Mauricio Gómez, entre otros. En la plaza de la tierra del Nobel —ese día se cumplía el primer año de entregado el Nobel—, Sánchez Juliao compitió con los juglares vallenatos en el difícil género de la piqueria. En Riohacha, adonde fuimos primero, casi nos echan del Hotel Guadaira. Había allí una convención, motivo por el cual a todos nos tocó acomodarnos en la habitación 113, pero, ante la falta de camas y colchones, nos dedicamos a divertirnos con David. A las 4 de la mañana las risotadas eran de tal tono que interrumpieron el sueño de los huéspedes y despertaron más temprano a los contrabandistas de Maicao. Desde entonces nos ganamos la denominación de la “degeneración del 113”.
¡Cómo son las ironías de la vida! Hace unos años, cuando dejó de vivir en el edificio Barichara del centro y por consiguiente dejó de almorzar en el Anka-19, se trasladó a una torre de la 100 con carrera 15.
— ¡Y por qué te viniste para este sitio! —le pregunté. “Me parece muy bueno. Allí, me queda Carulla, más adelante una clínica, a la vuelta la oficina de pasaportes de la Cancillería y aquí mismo las salas de velaciones… porque uno no sabe”.
Nadie se podía imaginar que la bella Nora, su madre, en la plenitud de sus noventa años, viera partir primero a su hijo con esa risa infinita que ella también tiene y con ese cariño y esa ternura que ella también muestra. Queda ella con Cati, con Davicito y Palomita, con su hermana Nora, y con Rocío y con Gloria, y también con el Pachanga y Abraham y tantos otros personajes que supo mostrar en esa literatura casete. Quedan aquí, viejo Davi, con el calor de las tierras de Lorica, pero con la satisfacción de que allá, adonde llegas, seguirás haciendo reír y no te dejarán partir como nosotros.
