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EN LOS INICIOS DE LA REPÚBLICA SE consideró a José Ignacio de Márquez como el más grande jurista que había en el país.
Además fue presidente de la República y a pesar de que fue gran amigo Santander, terminaron “divorciados” por razones políticas y porque el padre de las leyes lo encontró una vez visitando a su novia Nicolasa Ibáñez. Pero su grandeza jurídica, que contrastaba con su pequeña estatura, no la disminuye ese enfrentamiento, tanto que con su nombre existe una condecoración que anualmente se le otorga a quienes se han destacado en las disciplinas jurídicas. Los presidentes de las altas cortes, por esa condición, se hacen acreedores a esa medalla y este año le correspondió a Luis Gabriel Miranda Buelvas, razón por la cual el pobre doctor Márquez debe estar moviéndose en su tumba por el irrespeto que acaba da hacérsele. Si, el beneficiario de esa presea es el mismo que salió a defender a su hijo cuando la autoridad lo encontró con su novia en el carro oficial, en un sitio muy escaso de luz.
El hoy presidente de la Corte Suprema llegó allí sin méritos, sin jamás haber sido juez. Había sido magistrado auxiliar de Germán Valdés en la Sala Laboral y le tocó renunciar por verse inmiscuido en un escándalo en la Sala Penal. Luego de algún tiempo el tristemente célebre magistrado Francisco Ricaurte lo volvió a designar auxiliar suyo, también en la Laboral, y más adelante movió sus influencias para llevarlo a la magistratura en donde sus colegas lo eligieron presidente y ahora merecedor de la medalla. Actualmente, con su esposa, tienen demandada a la Sala Penal de la propia Corte.
¿Cómo es posible que una persona de esa trayectoria sea la de mostrar? Haberlo escogido primero presidente y luego merecedor de la medalla José Ignacio de Márquez, ¿no es un desafío y una afrenta a la sociedad? Si esos personajes son los merecedores de dignidades en las altas cortes, qué podemos esperar. Qué pena y que irrespeto a la memoria del doctor José Ignacio de Márquez.
