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La música vallenata

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Óscar Alarcón
08 de diciembre de 2015 - 02:12 a. m.
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Lástima que no estén García Márquez, ni López Michelsen, ni el maestro Escalona, ni la cacica Consuelo Araújo Noguera para celebrar la distinción que la Unesco le ha hecho a la música vallenata, la que contribuyeron a divulgar y enseñar ante el mundo.

Si no hubiera sido por ellos, el vallenato se habría quedado con sus acordeones, con sus guacharacas y con sus cajas en los límites del Magdalena grande, en parrandas en torno a un sancocho a orillas del río Guatapurí o en la plaza de Aracataca. Ellos crearon el festival en donde todos los años se escoge a los reyes de ese folclor.

El mundo se enteró a través de los cantos de Escalona quiénes eran Pedro Castro, la vieja Sara, Jaime Molina, el compadre Simón. Sí, ese compadre a quien la vieja Sara botó de El Plan y todas las noches se asomaba en la sierra, con nostalgia, a ver las luces que alumbran el pueblo. Y a Jaime Molina, a quien le hizo un hermoso son porque murió primero y aquel no le pudo hacer un retrato.

El vallenato ha dado para todo. Contaba la cacica Consuelo que en el tercer año del gobierno de Guillermo León Valencia hubo una alegre parranda en el palacio presidencial, con Escalona y su gente, que concluyó al amanecer con dos grandes y valiosas lámparas de bacarat vueltas añicos y un tapiz del siglo IX deshilachado. ¡Quedó por el suelo la majestad de República! ¡Y qué decir de los acordeones y guacharacas en el Palacio Real de Suecia cuando la entrega del Nobel a García Márquez! ¡No fue esto colmo!

Pensar que el vallenato comenzó con los cantos de Francisco el Hombre, quien aceptó el reto del diablo y le tocó el credo al revés. Hoy los juglares le tocan el credo al derecho al papa Francisco. Gabo dice en Cien Años de Soledad que Escalona es el sobrino del obispo. Y López Michelsen lo refuta: “Mentira, él no tiene un obispo en su árbol genealógico, tiene un ángel que es mucho mejor”.

Algo final: el vallenato no se baila. Bailar vallenato es tanto como comer spaghetti con cuchara. Ambas cosas las hacen en Bogotá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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