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Solo basta recordar una Constituyente para saber a lo que nos exponemos si cogemos esa ruta.
En el gobierno de Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez el Congreso aprobó el 9 de diciembre de 1952 un proyecto de acto legislativo que convocaba una Asamblea Nacional Constituyente para reformar la Carta de 1886. Se integró una comisión bipartidista para elaborar las propuestas pero los liberales, viendo lo que venía, se abstuvieron de concurrir porque el presidente Laureano Gómez mostró sus cartas en el discurso de posesión. De allí surgió un proyecto en donde el sufragio se limitaba a la elección del presidente de la República y la Cámara de Representantes; el Senado, las Asambleas Departamentales y los Concejos Municipales se elegían de manera indirecta; se robustecieron los poderes del jefe del Estado quien resultaba irresponsable por los actos que ejercía como gobernante. Se le asignaba a la prensa la función de servicio público y se establecía que ningún colombiano podía “de palabra o por escrito” atentar contra el prestigio de las autoridades so pena de ser juzgado como traidor.
El proyecto se conoció el 9 de junio de 1953 y tal sería el rechazo a la iniciativa que el país aplaudió cuatro días después el golpe de Estado del general Rojas Pinilla que denominó el maestro Darío Echandía como un “golpe de opinión”. De todas maneras la Constituyente se reunió y días después “legalizó” al nuevo gobierno de facto porque después de un descontento general llega un general contento.
¿Y qué decir de la Constituyente del 91? Se convocó gracias a la llamada séptima papeleta, que jamás se contó, y su inicial labor era la de hacer unos simples ajustes a la Carta y ella, tan pronto se instaló, se declaró omnímoda y omnipotente.
Por eso, de las constituyentes libramos Dios que del Congreso me libro yo.
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