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La vida de Guillermo Cano —quien hoy llegaría a los cien años— es la vida de El Espectador, empresa editorial que fundó su abuelo en la calle El Codo de Medellín y luego trasladada a Bogotá por los hijos de Fidel Cano Gutiérrez, Luis y Gabriel. Desde sus primeros años el diario fue víctima de suspensiones y atropellos ordenados por el gobierno de la Regeneración. Había hecho su aparición el 22 de marzo de 1887, antes de que se cumpliera el primer año de la Constitución de 1886, y antes de que circulara la edición número 30 ya le había llegado la primera suspensión. Después vendrían muchas más.
Cuando El Espectador comenzó a aparecer en Bogotá, ya Guillermo Cano estaba de pantalones cortos y deambulaba por la redacción llevado de la mano de su padre Gabriel y de su tío Luis. Comenzó a sentir el olor de la tinta y del plomo. El juguete era la máquina de escribir en donde comenzó a conocer el alfabeto que después le serviría para hacer crónicas y editoriales y continuar la estirpe que ha caracterizado su familia en defensa de las instituciones y de los principios liberales.
Llegó muy joven a trabajar en el diario y luego a dirigirlo cuando su padre le entregó el bastón de mando. Por eso desde allí adentro sufrió lo que fue el 9 de abril, el cierre de El Espectador por Rojas Pinilla, por Ospina Pérez, el incendio en el gobierno de Laureano Gómez y Urdaneta y tantos otros atropellos.
A pesar de que Gabriel Cano falleció en 1981, sus consejos y directrices las siguió dando en la sombra y a Guillermo Cano le tocó manejar la nave. Como director se opuso a los gobiernos liberales de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala, comandó la gran batalla contra los autopréstamos del grupo Grancolombiano, dirigido por Jaime Michelsen Uribe, y cuando el país comenzó a sentir la amenaza del narcotráfico, Guillermo Cano puso el grito en el cielo y, a través de editoriales y crónicas, advirtió sobre las consecuencias de ese fenómeno para el país, lo que eso significaba. Y esa valentía le costó la vida.
Yo lo conocí cuando muy joven ingresé a El Espectador, y hoy ya tengo el cabello cano. Lo recuerdo con admiración y cariño en sus cien años.
