El 7 de mayo de 1888 —en pleno gobierno de la Regeneración—, el gobernador del Cauca, Juan de Dios Ulloa, le informó al ministro de Gobierno, Carlos Holguín, que en Palmira y Pradera estaban degollando caballos. Después de una “exhaustiva investigación” —que entonces también se realizaban— se tramitó en el Consejo Nacional Legislativo la que se convirtió en la Ley 61, que facultaba al Poder Ejecutivo para prevenir y reprimir, sin formalidad alguna, los delitos y las culpas contra el Estado, valiéndose para ello del confinamiento, la expulsión del territorio, la prisión y la pérdida de derechos políticos por el tiempo que fuere necesario.
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¿Qué tenía lo anterior que ver con la muerte de caballos? Pues el Gobierno de la época lo asimiló y gracias a esa legislación aplicó las primeras disposiciones contra la libertad de prensa. Este periódico, que nació sobre las cenizas de la Constitución de 1863, fue víctima de esa mordaza y su director y fundador, Fidel Cano —bisabuelo, homónimo y antecesor de quien hoy nos dirige— escribió un editorial bautizándola como la Ley de los Caballos, lo que significó, por supuesto, que el Gobierno decretara el cierre de El Espectador.
Igual cosa se pretendió hacer subrepticiamente ahora en el Congreso con un proyecto de ley que señalaba: “El que mediante injuria o calumnia pretenda atacar u obstruir las funciones constitucionales o legales de algún servidor público, denunciando hechos falsos sobre él o su familia, incurrirá en prisión de 60 a 120 meses y multa de 13,33 a 1.500 salarios mínimos legales vigentes, sin que sea procedente algún beneficio o subrogado penal”.
Ese “mico”, como los caballos del siglo antepasado, nada tenía que ver con la supuesta Ley Anticorrupción a la que se le colgó en su trámite. Afortunadamente, el presidente Duque anunció su desacuerdo y el “mico” cayó en el intento.
A la Constitución de 1863 se le conoció como una Constitución para ángeles, y ahora, para fortuna del país, a la Corte Constitucional llegó una Ángel.