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POR MUCHOS AÑOS RAFAEL ESCALOna fue una leyenda viva.
Su amigo Gabriel García Márquez lo inmortalizó cuando lo incluyó con nombres y apellidos en Cien Años de Soledad. Es el único personaje que aparece así para ser fácilmente identificado. Lo menciona en las últimas páginas como el sobrino del obispo y como el heredero de los secretos de Francisco El Hombre.
Creo que tuvo tantos hijos como vallenatos de su autoría. Sin embargo, en eso sí era modesto. “Sólo tuve veintitrés”, respondió una vez con orgullo machista.
–¿Con la misma? –preguntó el acucioso e ingenuo interrogador.
“Sí, con la misma”, respondió con sus ojos de pícaro, bajando la vista para indicar el indefenso pedazo de orgullo masculino del que se escribió hace ocho días en esta columna.
Con una fortaleza envidiable, el maestro Escalona aguantó un sinnúmero de enfermedades que fueron minando su salud de hierro hasta cuando finalmente su piel trigueña, que recibió el sol de los campos tupidos de algodón de las tierras del Cesar, fue reflejando la contextura del instrumento que ha puesto música a sus hermosos poemas. Ya su cara, en los últimos días de su vida, era un minúsculo acordeón que parecía tocar la música de la elegía de Jaime Molina.
El maestro, el amigo, ahora está más arriba de la casa en el aire con el presidente López Michelsen y la Cacica Consuelo Araújo Molina, oyendo el acordeón de Colacho Mendoza. Pero también Rafa debe estar como el compadre Simón de su canto, asomado en la sierra y viendo las luces que alumbran El Plan.
Extraño que un hombre que no supo tocar ningún instrumento –sólo el que sabemos —pudo enriquecer el folclor vallenato con los hermosos cantos que lograron enamorar y entusiasmar a las gentes del interior, que por los años sesenta empezaron a acompañar con palmas un testamento que describía el viaje de un joven que tomaba un diablo, al que le llaman tren, para ir a estudiar al Liceo Celedón de Santa Marta.
