EL PRÓXIMO VIERNES 16 DE ESTE mes, el Partido Liberal cumple 162 años de fundado.
Fue en esa fecha cuando Ezequiel Rojas publicó en el periódico El Aviso un extenso artículo con el título “La razón de mi voto”, en el que además de proclamar la candidatura presidencial de José Hilario López, exponía la primera plataforma doctrinaria de ese partido.
Mucha agua ha corrido por debajo de los puentes desde entonces. El liberalismo, en las elecciones que acaban de pasar llegó a sacar 636.624 votos, alcanzando apenas el sexto lugar entre los candidatos. La última vez que logró una victoria contundente fue en 1982, cuando con el grito “dale rojo, dale” eligió presidente a Virgilio Barco con 4’214.510 sufragios, con una ventaja de 1’626.400 sobre el candidato conservador Álvaro Gómez.
Ya el liberalismo de Murillo Toro, de Olaya Herrera, de los López, de Santos, de Gaitán, de los Lleras, desapareció. Era el partido de los apellidos, mientras el conservatismo era el de los nombres: Laureano, Mariano, Álvaro, Misael, Belisario, Andrés. Cómo será que el sobrino-nieto de Eduardo Santos para ganar, y conseguir la victoria con un volumen electoral que nadie había logrado, debió bajar de los cielos, llegar al Planeta, olvidarse de ser Santos, hacer la U y presentarse como Juan Manuel. De esa manera consiguió 6’758.539 votos.
Antes era el color rojo el que los distinguía. Ahora, si acaso, llega a Pardo. En épocas pasadas era el de la Revolución en Marcha, el que propugnaba por una reforma agraria y el de la lucha contra la pobreza. Hoy, muchos de los que se hacen llamar así son de los carteles de la contratación o de la parapolítica, que llegan a las corporaciones públicas no con votos sino en autos.
Cuando en las procesiones de Viernes Santo los liberales veían a los conservadores cargando el Santo Sepulcro, comentaban: “Los conservadores creen que nosotros creemos que ellos creen”. Ahora nadie cree en ninguno de los dos.