SOBRE LOS AMORÍOS DE LOS PRESIdentes venezolanos, que se ocupó esta columna la semana pasada, hay muchas anécdotas no sólo del vecino país sino también del nuestro.
Por ejemplo, el poeta José Luis Díaz Granados relata una del dictador Juan Vicente Gómez, quien nunca se casó pero procreó infinidad de hijos. Cuando Lindbergh llegó a Caracas en 1928, dos hijas de Juan Vicente le dieron la bienvenida con sendos ramos de flores y preguntó: “¿Son naturales?”, a lo que una de las niñas respondió: “Sí, pero reconocidas”.
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En Palabras pendientes, el ex presidente López Michelsen cuenta (página 21) que había un sitio en Bogotá que frecuentaban Eduardo Santos, López Pumarejo, Laureano Gómez, José de la Vega, Luis Samper Sordo, Luis y Agustín Nieto Caballero, Luis Cano, entre otros. Asegura que una noche, al entregarle el abrigo a la salida, el encargado de hacerlo se equivocó de sobretodo y le dio al doctor Santos el de Laureano Gómez. Al otro día, ligeramente trasnochado, Santos encontró entre uno de los bolsillos del abrigo una carta amorosa que Laureano Gómez le había escrito a una de las meseras del establecimiento y en lugar de guardársela y decirle al dirigente conservador que la había encontrado, la leyó en la siguiente reunión de amigos, “cosa que Laureano no le perdonó jamás durante los próximo treinta años”.
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El general Tomás Cipriano de Mosquera era muy enamorado. Lo volvió loco una panameña. Su amor se lo reveló a su amigo Ramón Espina: “Juro a usted que (Susana Llamas) ha sido y es la única pasión que he tenido en mi vida. Yo conozco ahora que jamás había amado a una mujer. Si ella me llegara a ser infiel no sé lo que haría. ¿Qué dice usted de un amor semejante a los 51 años? Estoy más enamorado ahora que un cadete de 18 años”.
Mejor dicho, eso sí era la llama y el hielo.
