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NOS QUEJAMOS DE LA CANTIDAD DE obras que hay en Bogotá, para las que no hay terminación a la vista. No es la primera vez que ello ocurre.
Uno de los casos más emblemáticos es el del Capitolio Nacional porque, ante la imposibilidad de terminarlo según los planos originales, resolvieron construir por los años ochenta del siglo pasado otro con una arquitectura totalmente diferente.
Se ordenó su construcción en 1846 y un año después el presidente Tomás Cipriano de Mosquera puso la primera piedra. Desde ahí comenzó el largo camino para darles a los legisladores un sitio adecuado para su trabajo. Hubo arquitectos, decoradores, maestros de obra, hasta que le dieron un ultimátum: debían entregarlo en 1872. Fue un simple penultimátum porque sólo lograron medio terminar una parte que sirvió para darle posesión, el 1º. de abril, al presidente Manuel Murillo Toro. Siguieron los tropiezos hasta el punto que los más optimistas aseguraban que “si Dios no dispone otra cosa, para el centenario de haberse iniciado la obra, se podrá inaugurar” (1947). Cuando apenas iban las dos terceras partes se habían invertido $3’858.968.92 y medio pesos, “casi igual al de la Gran Opera de París”, comentaban en la época.
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La construcción del Capitolio dio lugar a muchas controversias. En una de las tantas etapas de la obra, en el gobierno de Eustorgio Salgar, se puso una placa en latín. Enseguida don Miguel Antonio Caro escribió una crítica muy mordaz contra el autor de la leyenda, quien a su vez le contestó, sin identificarse. Y cuando Caro preparaba su nueva catilinaria, le comentaron si sabía quién era el autor de la leyenda. Ante su negativa y para su sorpresa, le informaron: “Pues para que ese eche para atrás, su colaborador don Rufino José Cuervo”.
No tuvo más que romper lo que había escrito, porque el rival no era un cualquiera, y pensar: “Cría Cuervos… y te sacarán los ojos”.
