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El país no conoció a Carolina Isakson de Barco porque era extremadamente discreta.
En las dos campañas presidenciales de Virgilio Barco, su marido, se le llamaba “gringa”, como años antes le habían dicho despectivamente “turco” a ese gran estadista como fue Gabriel Turbay. Ella era una señora que amaba a Colombia y luchaba por su cultura. El teatro de la Comedia de Chapinero, por ejemplo, se restauró en una época, gracias a su empeño y tesón. En su apartamento tenía un hermoso piano de cola en donde diariamente interpretaba a los grandes compositores.
Recuerdo que la víspera en que su marido fuera elegido presidente, en la tarde de ese sábado, mientras los manzanillos repartían papeletas y hacían proselitismo luciendo camisetas rojas del liberalismo, sorprendió al candidato invitando a un maestro extranjero para que le bajara la tensión y le ofreciera un concierto de piano en el que, si mi memoria no me falla, interpretó, entre otras, la Militar y la Heroica de Chopin. De pura casualidad tuve la fortuna de estar allí, en el lugar adecuado. No pasábamos de ocho los allí presentes y yo, además extasiado con la música, salida de esas manos maravillosas del maestro, observaba al futuro mandatario, tranquilo, seguro de su triunfo, transportado a los grandes salones europeos; y ella, doña Carolina, satisfecha de tener, quizá por primera vez en mucho tiempo, a su marido entregado a un sano esparcimiento luego de largas y tediosas jornadas políticas.
También era una consagrada deportista, jugando tenis muy de mañana luego de dejar en la biblioteca de su apartamento un libro abierto con sus gafas de lectura. Se fue esa extraordinaria señora para acompañar a su marido y hoy los dos deben estar oyendo a Bach o la música acuática de Haendel que el músico sajón la compuso para ser oída sobre las olas, en un barco. Y ellos lo son.
