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Óscar Alarcón
09 de julio de 2012 - 11:00 p. m.
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Definitivamente Colombia más que un Estado de derecho es un Estado de opinión.

Si fuéramos lo primero no se habría hundido la pasada reforma a la justicia porque el presidente de la República no puede objetar reformas constitucionales y tampoco esa clase de enmiendas pueden tramitarse en sesiones extraordinarias. Se hizo lo uno y lo otro porque los medios de comunicación se rebelaron contra esa reforma bochornosa que había aprobado el Congreso y el gobierno no tuvo otro remedio que optar por un camino supra constitucional.

Pero ese Estado de opinión falla cuando necesita manifestarse electoralmente porque quienes saben hacer elecciones son los políticos. La Constitución de 1991, que acaba de cumplir 21 años, nació también gracias al Estado de opinión. Su origen fue la “séptima papeleta”, que ni siquiera se contó porque sus propulsores no sabían cómo se imprimían y tampoco cómo se repartían. El propósito era el mismo que hoy se escucha en cafés, cocteles y comidas: “acabar con los corruptos políticos”.

Atendiendo el clamor de la “opinión” se convocó la Constituyente, también por un procedimiento supra constitucional y se registró una de las votaciones más bajas: 3.710.557 y, por consiguiente, una de las abstenciones más altas. El candidato de la “séptima papeleta”, el hoy defensor del Estado, Fernando Carrillo, apenas tuvo 64.711 que fue el 1.07 por ciento de la votación.

Luego de revocado el Congreso, quienes la apoyaron disminuyeron después: el Movimiento de Salvación Nacional de Álvaro Gómez, de 574.411 quedó en 234.358 y el M-19, de 992.613 pasó a 454.467. En cambio el Liberalismo que, con todo y operación avispa sacó menos de un millón de votos, pasó después de la Constituyente a más del doble: 2.489.647; y el Conservatismo pasó de 236.000, que tuvo cuando la Constituyente, a 507.501 después.

Es decir, que en nuestro Estado de opinión somos puro bla, bla, pero cuando hay elecciones nos falta la gasolina que le sobra al senador Corzo.

 

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