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Óscar Alarcón
27 de agosto de 2012 - 11:00 p. m.
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A propósito del asilo concedido a Julian Assange por el gobierno ecuatoriano, se ha especulado equivocadamente que el general Noriega fue sacado a la fuerza de la Embajada Vaticana en Panamá cuando ese país fue invadido por tropas norteamericanas.

Eso no es cierto. El 20 diciembre de 1989, día de la invasión, el hombre fuerte del régimen desapareció misteriosamente y nadie daba razón de su paradero. Se comenzó a especular: que lo habían visto salir en pantaloncillos rojos de un hotel, que estaba donde una de sus amantes, que había dormido en una estación militar, en fin. Sólo hasta las cuatro de la tarde del día de Navidad y antes de que el papa Juan Pablo II iniciara su misa de medianoche en Roma, se anunció que se encontraba en la Embajada del Vaticano, en donde se le había concedido asilo. ¿Cómo y cuándo ingresó? Es todavía un misterio porque el nuncio, el español Juan Sebastián Laboa, se encontraba de vacaciones en su país. Lo que se asegura es que Noriega ingresó a la sede diplomática luego de contactarlo telefónicamente. Debió regresar en el término de la distancia y sólo entonces tuvo oportunidad de conversar con él en varias oportunidades.

El 3 de enero, ya de 1990, hubo una manifestación en los alrededores de la Embajada en donde no sólo gritaban improperios contra Noriega, sino también contra el nuncio por no entregarlo. Mientras tanto, un general panameño de apellido Cisneros buscaba afanosamente en el guardarropa de Noriega el mejor vestido de militar para llevárselo. Poco antes de las nueve de la noche de ese día se puso impecable, bien planchado el uniforme, con sus cuatro estrellas de general, atravesó las puertas de hierro de la Embajada y se entregó voluntariamente al general norteamericano Maxwell Thurman, jefe del comando sur de la fuerza invasora. A esas horas el uniforme fue lo menos vistoso. El general salió de su laberinto vaticano sin decir ni Papa.

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