Recordaba Erick Camargo Duncan, aquí, en este diario, que el pasado 28 de abril se cumplieron treinta años de la muerte de Jaime Bateman, el entonces jefe máximo del M-19, en el accidente de una avioneta particular con destino a Panamá.
Si bien no lo conocí, a pesar de ser de Santa Marta, ciudad en donde también nací, seguí muy de cerca su trayectoria porque sí fue amigo de mi hermano Ricardo, con quien tuvo una muy buena amistad, hasta cuando se enrumbó con los grupos insurgentes.
Los días que antecedieron a su muerte los describió minuciosamente García Márquez en una crónica excelente, como todas las suyas, que publicó la revista Cambio, reproducida luego en uno de sus muchos libros. La avioneta en la que viajaba Bateman la conducía Antonio Escobar Bravo, un comerciante vinculado a Santa Marta, pero quien no era de allá; había sido congresista conservador y tenía licencia de piloto. Habían partido de una finca cercana a Ciénaga y mucho se especuló sobre que el jefe del M-19 llevaba gran cantidad de dólares para comprar armas. Pero por aquellas cosas del destino, entre sus pertenencias halladas con los restos esparcidos de la aeronave —los dólares jamás aparecieron y quizá se quedaron en una “guaca”— estaba la cédula de mi hermano Ricardo, lo cual hizo suponer a muchos que con ella se identificaba Bateman, porque ellos tenían la misma edad, eran de Santa Marta y diría que la misma estatura. Ese documento lo perdió mi hermano en cualquier noche en Bogotá y me imagino la sorpresa que se llevó Bateman cuando la conoció y se dio cuenta de que pertenecía a su amigo de infancia, razón por la cual debió considerarlo como el más indicado documento para identificarse. En su momento algunos colegas de la prensa me llamaron a preguntarme por mi hermano, creyendo que iba en la avioneta, cuando la verdad era que jamás cogió un arma y se pasó más de quince años analizando y elaborando expedientes en la Procuraduría General de la Nación. La coincidencia se debió a esas travesuras de Bateman, el man del bate del M-19.