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Macrolingotes

Óscar Alarcón

01 de julio de 2013 - 05:00 p. m.

Puede asegurarse que ningún personaje colombiano tuvo las facetas del presidente Alfonso López Michelsen.

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En su adolescencia se entregó al estudio en varios países europeos, tanto que cuando retornó a Colombia con el propósito de ingresar a la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional, no fue posible, porque no dominaba el español. En Francia había leído a Proust y se graduó con una tesis sobre el filósofo Benjamín Constant, “El padre bohemio del liberalismo burgués”, escrita en francés, lo que le mereció ser considerado el mejor bachiller de Francia, título que colgaba y mostraba orgulloso en la sala de su casa. Pudo finalmente matricularse en la Universidad del Rosario y luego en Chile, en donde se graduó, simultáneamente, con una tesis sobre el concepto de la “Posesión inscrita en el Código de Bello”. Ejerció la profesión y fue catedrático universitario, en derecho constitucional, pero la situación política del país, cuando la violencia partidista y la dictadura de Rojas Pinilla, lo llevó a vivir en México con su padre y su familia, ejerciendo varios oficios, entre otros, hacer cine y escribir su novela Los Elegidos.

A la política llegó muy adulto, no como delfín, sino cuando su padre estaba prácticamente retirado. Regresó a Colombia a combatir al Frente Nacional, creando con algunos amigos el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Desde allí inició esa nueva actividad que lo llevaría a la Presidencia de la República y luego a ser un crítico mordaz de los gobiernos de las últimas décadas, en donde siempre predominaba el amor por su patria y por su partido.

En esa larga vida que le deparó el destino, como jurista, pensador, escritor, político, estadista, estuvo siempre al lado de su eterna compañera, Cecilia Caballero, quien, en este año, cuando López llegaría al centenario, ella se prepara a celebrarlo en los próximos días.
Como se ve, tuvo muchas facetas. Pero además vivió rodeado de admiradores y sobre todo de admiradoras, con quienes les encantaba departir y ofrecerles en su casa un coctel, el “tumbaseñoras”, cuyos ingredientes solo él conocía y fue su más preciado secreto de Estado.
 

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