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El mundo parece prepararse para llorar a Nelson Mandela (hasta el momento de haber escrito esto, aún no ha fallecido), pero está listo para llorar la muerte de ese gran luchador por la segregación racial de Sudáfrica, un hombre que estuvo 27 años preso, llegó a ser presidente de su país y Premio Nobel.
Los últimos años los ha pasado sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, con una mente perdida, bajo el cuidado de Graça Machel, su última mujer, la tercera, quien es mirada con desprecio por el resto de la familia. Ella no le permitía ver periódicos, sino después de una cuidadosa revisión, temerosa de que en un momento de lucidez se diera cuenta de las declaraciones y travesuras de sus nietos y bisnietos que ocupaban lugares destacados en la prensa con fotos y declaraciones displicentes.
No sólo han explotado su prestigio, fabricando vinos llamados con su nombre, sino también dos nietas han lanzado una línea de ropa con la misma denominación y hasta han llegado a montar un reality en TV llamado Being Mandela (Ser Mandela). Pero eso no es nada, otro de sus nietos ha intentado vender a una compañía de TV los derechos de filmación del funeral de su abuelo.
Más de un testigo ha relatado cómo, en presencia del propio Mandela, los propios familiares discuten cómo se van a repartir los muebles de la casa y los utensilios de cocina, mientras él parecía no darse cuenta, con su mirada perdida.
Conocedor de su entorno, de las ambiciones de sus familiares, en donde no cabe su última esposa, Mandela, cuando tomaba decisiones, optó por crear varias empresas que están dirigidas por sus amigos y en las que sólo podrán participar sus familiares después de cierto tiempo de su fallecimiento. Sólo hasta entonces podrán pasar a mejor vida.
Es que no hay drama más emocionante que la lectura de un testamento, y eso que no está el principal protagonista.
