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Óscar Alarcón
06 de agosto de 2013 - 04:00 a. m.
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Nunca había oído hablar del Mono Salgar. Acababa de terminar bachillerato en Santa Marta y tenía inclinaciones periodísticas. Llegó a esas tierras, feliz e indocumentado; Gabriel García Márquez (no había aparecido Cien Años de Soledad), y al saber por mi familia que deseaba vincularme a un medio de comunicación nacional, me dijo que si quería me podría presentar al “mejor periodista que he conocido y que te puede enseñar el oficio”. Nos pusimos una cita en Bogotá y no sólo tuve la fortuna de conocerlo en la redacción de El Espectador sino también ver y estrechar la mano de ese otro maestro, Guillermo Cano.
Así llegué a este diario hace más de 45 años como reportero nocturno pero con la frustración, para Salgar, de que no iba a ser un nuevo García Márquez sino un periodista más, del montón. Nunca pude torcerle el pescuezo al cisne, como era el lenguaje figurado que empleaba para que el reportero buscara el lado distinto de la noticia. Fracasó en todos los intentos pero de todas maneras me indujo por un camino que me ha permitido defenderme en este oficio.
A las dos de la tarde, cuando Salgar llegaba a la redacción, tenía el periódico armado en la cabeza, como Gay Talese describe a Clifton Daniel en el The New York Times, o como Ben Bradllee orientaba a esos jóvenes reporteros del The Washington Post, Carl Bernstein y Bob Woodward, los protagonistas del Watergate. Una cuartilla doblada en cuatro partes le servía a don José para armar “su” primera página. Previamente a cada uno de sus reporteros le había asignado una misión y hacia la cinco de la tarde el periódico estaba listo, sólo perturbado por los hechos de última hora.
Retirado del oficio seguía pensando en el periodismo del futuro, el analítico, el profundo. Se convirtió en un hombre de la calle, como el nombre de su columna “Viajero incansable”. No le gustaba pasar su cumpleaños en Bogotá (“es que no hallo que hacer con las camisas que me regalan”). Y por eso no aceptaba festejos, entre otras cosas porque nadie pensaba que se iba a morir sino que iba a vivir más de cien años, no de soledad, sino con la compañía de Inés.

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