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Macrolingotes

Óscar Alarcón
22 de abril de 2014 - 02:16 a. m.

Llegué a El Espectador de la mano de Gabo. Me acababa de quitar los pantalones cortos tras concluir mi bachillerato en Santa Marta.

Deseaba ser periodista y él me recomendó que si ese era mi deseo lo mejor era “ir a mi casa, la casa de los Cano”. Nos pusimos una cita en el Hotel Presidente, en donde estaba hospedado en el centro, y fue así como me llevó a la sede del periódico, en la recién construida avenida 68. Allí me presentó a don Guillermo Cano y al “Mono” Salgar y me dejó a mi suerte.

Fue a finales de 1967 y era, precisamente, cuando comenzaba a crecer su gloria luego de la publicación de Cien años de soledad.

—Me voy a Barcelona y te escribo, para ver si no te han botado —me dijo al despedirse.

Y, efectivamente, a las pocas semanas recibí una carta muy cordial de Mercedes, la Gaba, en donde además me pedía que les hiciera llegar las crónicas que Gabo había escrito sobre el marinero Velasco.

Me puse a buscarlas en el archivo de El Espectador y las encontré. En esa época apenas comenzaban unas máquinas inmensas, unos armatostes, que hacían fotocopias, no muy fieles, y naturalmente en el periódico no había ninguna. Con mis dos índices me tocó, letra por letra, chuzografiar esas hermosas crónicas después de mi jornada de trabajo. Tal parece que me quedaron bien porque varias veces las he leído y no he encontrado error.

Esa labor, aparentemente dispendiosa, me resultó agradable y didáctica porque comencé a saber lo que era una crónica. El relato del náufrago, aparecido en El Espectador en 1955, se publicaría luego en forma de libro, gracias a mi labor. Gabo, en un acto de generosidad, le regalaría parte de los derechos de autor al protagonista, Luis Alejandro Velasco, quien luego demandaría al escritor creyendo que él era el verdadero autor del relato. Más coautoría tendría yo, que lo digité.

La agudeza jurídica de Alfonso Gómez Méndez, abogado de García Márquez, haría perder el pleito al náufrago cuando en la diligencia judicial lo puso a que escribiera cómo hace una ola para regresarse después de tocar la playa. Se le armó un mar de leva y perdió el juicio.

Gracias Gabo por meterme en el bello oficio. Y te acompaño en el infierno.

 

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