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El traslado desde Mónaco de los restos del maestro Fernando Botero hace recordar cómo se hizo en épocas pasadas con personajes ilustres, también fallecidos en el exterior. El transporte no era entonces tan presto como ahora. Por ejemplo, el presidente Marco Fidel Suárez y su familia debieron esperar casi un año el cadáver de su hijo Gabriel, quien falleció en EE. UU., víctima de la llamada “epidemia española”, que azotó al mundo en 1918. Como era un mandatario pobre, le tocó empeñar el sueldo para sufragar su traslado, conducta que originó un debate en la Cámara por parte de Laureano Gómez, que condujo a Suárez a su retiro del gobierno.
Otro caso fue el del presidente Enrique Olaya Herrera (fallecido en 1937), quien luego de dejar la Presidencia fue designado embajador en el Vaticano. Se enfermó y expiró en Roma. Temporalmente fue enterrado en el cementerio de Campo Verano de la Ciudad Eterna. Después sus restos fueron embarcados hacia Colombia, con escala en Nueva York. Dos meses más tarde, en barco, llegaron a Buenaventura y luego a Bogotá por vía férrea, en un tránsito lento donde en cada estación le rindieron tributos.
El presidente José Vicente Concha también falleció en Roma, como embajador en 1929. El candidato presidencial Gabriel Turbay murió en París en 1947. Los cadáveres de ambos fueron repatriados a Colombia, igual que el del presidente Guillermo León Valencia, fallecido en Nueva York en 1971.
El presidente Alfonso López Pumarejo murió en Londres como embajador en 1959, en la calle Wilton Crescent, sede diplomática que fue residencia del duque de Sutherland. Sus restos fueron trasladados a Bogotá y por inconvenientes de transporte aéreo, en vez de llegar un lunes, arribaron un martes. Por eso se dijo que había llegado tarde hasta a sus propios funerales.
