ANTE LA PREGUNTA DE POR QUIÉN votaría para próximo presidente, un alto porcentaje respondió: “Por quien diga Uribe”. Eso no es novedoso entre nosotros. El gran elector del siglo XIX fue Rafael Núñez. Los lambones y aspirantes iban al Cabrero a pedirle que diera línea. Él no era caballista sino estadista. No le gustaba gobernar pero sí “politiquiar”. Al concluir su primera Presidencia (1880-1882) los radicales escogieron para sucederlo a Francisco Javier Zaldúa y Núñez se sumó a esa candidatura, teniendo en cuenta que Zaldúa era un anciano, edad que no le permitía concluir el mandato. Por eso el cartagenero se hizo elegir designado para reemplazarlo. Las relaciones, naturalmente, se dañaron entre los dos. Todo se lo bombardeaba Núñez desde el Congreso. “Ni me someto, ni renuncio, ni me muero”, declaró Zaldúa. Pero, Dios manda. Y el presidente murió. Contrario a lo que se esperaba, Núñez no asumió, sino que desde Cartagena ordenó que lo hiciera el segundo designado, José Eusebio Otálora. Se posesionó y al poco tiempo peleó con Núñez. Fue víctima de un sinnúmero de debates en el Congreso (promovidos por el cartagenero), mas logró concluir su período, pero 38 días después también murió. A Núñez lo eligieron por segunda vez (1884-1886), pero no se posesionó y escogió que lo hiciera el designado Ezequiel Hurtado, de quien también se distanció. Vino la guerra del 85, la caída de la Constitución del 63 y la nueva Constitución del 86 que no sancionó él sino el designado José María Campo Serrano. Con la nueva Carta fue elegido por seis años, pero encargó al vicepresidente, Eliseo Payán. También peleó con él y seis meses después asumió Núñez. Se reconciliaron y volvió a encargarlo y tiempo después volvió a sacarlo.
Escogió a todos sus reemplazos, pero solo le fueron fieles Campo Serrano, Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro. El gran elector de ahora puede escoger, pero no está exento de pelear con ellos. Ya le pasó una vez. No le salió tan Santo.