Es algo de buena educación, sanas costumbres y estricto protocolo de Estado que en las transiciones del mando deben estar presentes los presidentes entrante y saliente. Se acostumbra en casi todos los países del mundo, menos en Colombia. Se quejaba el presidente López Michelsen de esa actitud nuestra y consideraba como inusitado ver al mandatario entrante saludar al saliente en Palacio, quien se retira con sus ministros y seguidores que, bajando por la escalera principal, se cruzan con los que suben y van soñando con el usufructo del poder, vitoreando al recién posesionado.
Lo verdaderamente democrático y aleccionador es ver al que se va y al que llega, transmitiéndole el uno al otro las insignias del mando, sin incurrir en ningún desplante. Por eso López Michelsen expidió un decreto, a finales de su gobierno, estableciendo esa costumbre de buena educación y protocolo de Estado. Le dio cumplimiento asistiendo al Senado a la posesión de su sucesor, Julio César Turbay, pero cuatro años después se regresó a la vieja costumbre.
En la primera posesión de Juan Manuel Santos, por supuesto, no podía faltar en la Plaza de Bolívar el presidente eterno, como también ocurrió en la de Iván Duque. Ahí no se necesitó decreto ni protocolo de Estado, porque eran los que había dicho Uribe. ¡Qué buena educación y qué excelente gesto!
En los EE. UU., como en muchos países, el entrante y el saliente concurren a la ceremonia de posesión y esta vez el “patán” de Trump optó por no asistir. Solo en tres ocasiones anteriores presidentes estadounidenses no han concurrido, como sucederá mañana. No lo hizo John Adams, quien no fue a la posesión de Thomas Jefferson; su hijo John Quincy Adams (quien también fue presidente), como su padre, no asistió a la posesión de su sucesor, Andrew Jackson, y tampoco lo hizo Andrew Johnson cuando asumió Ulysses S. Grant. Trump será el cuarto.
Pero no el cuarto bate porque le robaron no la Presidencia, sino las bases.