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Para conocer el origen de la actual Constitución hay que remontarse a los comienzos de 1988, cuando El Espectador insistía en la necesidad de convocar una Asamblea Constitucional para hacerle frente a los problemas que afrontaba el país. Resultado de esas peticiones, el presidente Virgilio Barco le dirigió el 30 de enero una carta a los entonces directores de este diario, Juan Guillermo y Fernando Cano —hijos del inmolado Guillermo Cano—, en donde proponía que, en las elecciones del 13 de marzo, mediante papeleta separada, se votara la derogatoria o no del artículo 13 del plebiscito de 1957, que prohibía la reforma constitucional por la vía de la consulta al constituyente primario, que es el pueblo. Si la respuesta era favorable, decía el mandatario, se haría un referendo.
La iniciativa se concretó con el llamado Acuerdo de la Casa de Nariño, firmado el 20 de febrero de 1988 por el presidente Barco y el expresidente Misael Pastrana Borrero, en nombre de Partido Social Conservador. Según lo convenido, y firmado previamente, debía funcionar un comité que propusiera una comisión de reajuste institucional y las materias objeto de las reformas. Esta última comisión, integrada por cincuenta miembros elegidos por el Congreso, debía redactar el proyecto de reforma que iba a someterse a votación popular.
El acuerdo fue demandado ante el Consejo de Estado, organismo que lo anuló mediante auto —en sala unitaria— del consejero Guillermo Benavides Melo al considerar que no solo no era un acto administrativo que tenía una manifestación de voluntad del presidente, sino que conducía a violar la Constitución porque el referendo estaba prohibido.
El 15 de abril de 1988, el presidente Barco acató la decisión “porque obrar de otra manera sería desconocer la esencia de lo que es una democracia constitucional en la cual gobiernan las leyes y no los hombres, por ambiciosos y nobles que sean sus proyectos”.
Es que Barco fue el último presidente serio que tuvo este país, por eso muy pocas veces se le veía sonreír.
