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El domingo pasado se cumplieron doscientos años del nacimiento de Rafael Núñez. Indudablemente fue uno de los políticos más importantes del siglo XIX. Estuvo más de diez años en Europa, estudiando por cuenta del tesoro nacional en calidad de cónsul, algo que en esa época no se acostumbraba. Nació liberal y terminó haciendo coaliciones con los conservadores, lo que le permitió patrocinar una Constitución centralista y confesional, como fue la de 1886.
A pesar de su sapiencia, no le importaba actuar como cualquier político tradicional, como los que ahora se dan silvestre. A finales de marzo de 1861, cuando concluía la guerra del sesenta y era un hecho el triunfo del insurgente Tomás Cipriano de Mosquera, el Senado tenía necesidad de elegir un designado que iniciara el 1º. de abril un nuevo período en reemplazo de Mariano Ospina Rodríguez. La corporación quedó sin quórum por ausencia de Núñez. El cartagenero se excusó con un certificado médico según el cual padecía “ciertas enfermedades crónicas que lo obligaban a frecuentar la satisfacción de algunas necesidades naturales”; es decir, tenía diarrea. No le creyeron y enviaron un emisario a su casa y Núñez no apareció. Lo emplazaron por edicto con amenaza de multa. Y nada.
Al final, no fue posible integrar el quórum. Sacó el cuerpo. ¡Qué embarrada! El Senado no pudo elegir designado a Sergio Arboleda, a quien tenían acordado, y se hizo necesario acudir a una norma de la Constitución que establecía que cuando había vacancia presidencial, se llamaba al procurador. Y así se hizo: se encargó del gobierno a Bartolomé Calvo por unos días.
¿A qué se debió esa actitud de Núñez? A que llegaba el gobierno de Mosquera, con nueva Constitución en el cual fue ministro del Tesoro y como tal expropió al clero de sus bienes.
Después, en su gobierno de la Regeneración, fue más clero que el agua.
