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En 1990, cuando concluía el Gobierno de Barco, el país buscaba un camino para una reforma constitucional.
Partían de la base de que el Congreso no podía hacerla por lo que se planteaba una constituyente. ¿Cómo se convocaba? Hubo séptima papeleta y marchas estudiantiles y obreras. Contrario a lo que muchos sostienen, el presidente Barco, en pleno uso de sus facultades, se apersonó de la situación —de lo cual dan fe sus asesores jurídicos y sus más cercanos— y expidió, utilizando las facultades del estado de sitio, el Decreto 927, que daba vía libre a una asamblea nacional constituyente. La disposición fue declarada exequible por la Corte Suprema de Justicia, organismo que entonces tenía la guarda de la integridad de la Constitución.
Al iniciarse, el 7 de agosto, el gobierno de César Gaviria, teniendo en cuenta la jurisprudencia que acababa de sentar la Corte, expidió el Decreto 1926, que convocaba la Constituyente. La sala constitucional de ese tribunal, extrañamente, se mostró contraria a su propia jurisprudencia anterior, siendo que habían sostenido meses atrás que existía conexidad entre los hechos de orden público y la convocatoria a esa asamblea.
Ante el peligro que se avecinaba, el Gobierno prendió baterías y comenzó a solicitarles a los directores de los diarios nacionales y de provincia que escribieran editoriales que pusieran a pensar a la Corte sobre la conveniencia y la bondad de la asamblea. Al mismo tiempo, en las comisiones preparatorias que instalaba el presidente Gaviria se hacía uso de su artillería pesada: “No se puede frustrar la esperanza de un pueblo”, “La Corte nos dio la brújula”. Finalmente, después de especulaciones periodísticas, por 14 votos contra 12, se declaró exequible el decreto y fue convocada la Constituyente.
Cualquier parecido con la situación actual no es mera coincidencia. Y eso que el presidente Santos hoy tiene corona, con el premio de Noruega.
