Ante la terrible crisis de la justicia, el Gobierno busca entre las fórmulas de salvación crear un organismo que juzgue a los altos magistrados de los tribunales, así como a otros funcionarios, también de la misma estatura, ante la imposibilidad que lo haga la Comisión de Acusación de la Cámara.
No es la primera vez que la imaginación constitucional trata de hallar ese organismo superior que logre investigar y juzgar a quienes tienen fuero y por esa circunstancia resultan ser inmunes.
Antes de la Constitución de 1991 estaban los congresistas con el mismo privilegio. Tenían inmunidad parlamentaria que impedía a la justicia detenerlos durante las sesiones del Congreso y 40 días antes y 20 días después de las mismas. Sólo esas medidas podían practicárseles previo permiso de la Cámara a la que pertenecieran, decisión que muchas veces se dilataba. Se prestó esa situación para que representantes como Pablo Escobar, en su condición de “honorables”, evadieran las órdenes de captura. La nueva Carta puso punto final a la inmunidad y les dio el privilegio a los congresistas de ser juzgados por la Corte Suprema de Justicia.
Ahora, con un tribunal de aforados se pretende poder juzgar a los magistrados de las altas cortes. Frente al tema no está de más recordar que varios intentos similares han fracasado. Se han creado tribunales disciplinarios (en la reforma de 1968), consejos de la judicatura (en la reforma de 1979) y supercortes, en fin, organismos encargados de juzgar a los altos magistrados, y todos han fracasado porque, dicen las malas lenguas, ellos no quieren tener quien los juzgue. En esos eventos la Corte Suprema, que era entonces la guardiana de la integridad de la Constitución, declaraba inexequible esos organismos disciplinarios.
Con el llamado tribunal de aforados puede suceder lo mismo, sobre todo porque le comienzan a colgar al proyecto nuevas enmiendas que no se tramitaron en la primera vuelta.