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Se recordaron los los 29 años del holocausto del Palacio de Justicia.
Cuando los lamentables hechos ocurrieron, más de uno comentó que los guerrilleros mejor lo habrían hecho cruzando la plaza hacia el sur y tomándose el Capitolio.
Hoy nadie plantearía esa alternativa, porque las altas cortes han llegado a un desprestigio mayor del que tenía el Congreso hace tres décadas. ¿Cómo así que un magistrado de la Corte Constitucional, que estuvo ternado para fiscal, aproveche su condición para enfrascarse en un pleito por un yate? ¿Cómo es que un magistrado del Consejo de la Judicatura impida que se dé cumplimiento a una decisión judicial y haga aplazar cuatro meses su salida del organismo? ¿Y qué decir del presidente de la Corte Suprema de Justicia que presta el carro oficial a su hijo y luego de que éste es cogido in fraganti por la autoridad, va en su auxilio y, en vez de reprenderlo, le amarra bien los pantalones y se lo lleva a su casa para que no responda por un delito que cometió, como es el uso de un bien público por un particular? Por menos, pero con 50.000 votos, le acaban de decretar la muerte política al exsenador Eduardo Merlano.
La justicia ha llegado a extremos insospechados. ¿Por qué? Son muchos los factores que han conducido a estas situaciones. Uno es el gran número de abogados que se gradúa en universidades que antes creíamos que eran de garaje y ahora nos enteramos de que fabrican hamburguesas en número igual a profesionales, como el tan sonado caso de la San Martín. Otro factor es la llegada a las magistraturas de personas sin experiencia y sin principios, como el propio caso del presidente de la Corte Suprema, quien luego de ser auxiliar saltó al cargo que hoy ostenta, gracias a una jugada burocrática cuando se eligió fiscal a Vivian Morales, trapisonda que orquestó el tristemente célebre magistrado Ricaurte, quien acaba de salir a empellones de la Judicatura después de cuatro meses de marrullerías. Así la justicia jamás puede llegar, ni siquiera cojeando con muletas.
