Era el jueves 19 de octubre de 1967 cuando a las siete de la mañana anunciaron que Miguel Ángel Asturias se había ganado el premio Nobel de Literatura. Ese día, del año en que publicaron Cien Años de Soledad, el guatemalteco estaba de cumpleaños.
García Márquez estaba en Bogotá y caminaba como cualquier parroquiano por la carrera séptima. Pasadas las seis de la tarde tenía un compromiso en el teatro Colón porque esa noche el grupo de teatro de la Universidad Externado de Colombia presentaba una versión de algunos de sus cuentos. Tuve la fortuna de estar con él y después de tomarnos un café en un Monteblanco me pidió que lo acompañara. Llegamos al lugar y en la portería el vigilante le impidió el ingreso.
— Me da mucha pena, señor pero usted no puede entrar porque no tiene corbata. Usted joven –se dirigió a mí— sí puede porque tiene corbata.
A pesar de que traté de explicarle que el señor era el autor de la obra, el vigilante no aceptaba razones. “Puede ser el papa, pero yo tengo orden terminante que ninguno puede entrar sin corbata”. Hice que llamaran a Carlos José Reyes, director de la obra, quien insistió en la explicación. Y nada. Luego con varios actores trajo tres o cuatro corbatas y el escritor estuvo reticente en ponérselas.
La escena duró unos diez minutos y García Márquez estuvo a punto de desistir de concurrir a la presentación hasta cuando apareció la señora Fernández de Soto, quien por años fue la “eterna” directora del teatro Colón. Llegó, reprendió al vigilante por haber cumplido su orden al pie de la letra, cogió al escritor del brazo y lo condujo hasta el sitio que le habían asignado. El que casi se queda sin entrar fui yo, a pesar de tener corbata.
Situaciones como estas hoy no se presentan porque en el Colón ya no exigen corbata para entrar y cualquier hijo de vecino le dice al vigilante: “Vea ¿es que usted no sabe quién soy yo?”.
