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Esta semana, Brasil y Francia han dado ejemplo al mundo acerca de cómo proteger y reafirmar el Estado democrático de derecho. Por decisión unánime, el Supremo Tribunal Federal de Brasil declaró a Jair Bolsonaro y otros siete aliados suyos reos por los crímenes de tentativa de golpe de Estado, abolición violenta del Estado democrático de derecho y organización criminal, entre otros. Para cualquiera que haya visto la película Ainda Estou Aquí, ganadora del Oscar el presente año, resulta claro que esta decisión representa un punto de inflexión en la historia republicana brasilera. “Es un momento grave, delicado, y al mismo tiempo absolutamente necesario,” apunta Alvaro Quintao en su columna para la revista brasilera Foro.
Las pruebas que fundamentaron la acusación incluyen la articulación entre representantes civiles de las oligarquías y miembros de las fuerzas armadas, junto a una serie de intervenciones públicas cuya combinación equivale a un plan de acción. Al contrario de lo que pretenden sectores de las derechas nacionales e internacionales, Brasil no está criminalizando posturas políticas, llevando a cabo persecuciones políticas, ni atentando contra la libertad de pensamiento y expresión. Al declarar responsables a Bolsonaro y a sus aliados civiles y militares, este ejercicio legítimo del Estado de derecho nos recuerda que ninguna democracia verdadera puede mantenerse si se toleran las tentativas para suspenderla bajo el pretexto de una versión distorsionada de autodefensa y salvacionismo político. A lo largo de su historia, la democracia brasilera ha convivido con el uso de la tortura, la fuerza paraestatal y del Estado, el exilio, las desapariciones y otras amenazas contra la libertad y la vida de pensadores, activistas sociales y miembros de partidos y movimientos de corte progresista o de izquierda reformista y revolucionaria. Dicha historia es común a los países latinoamericanos.
En Colombia, por ejemplo, se cumplen en estos días sendos aniversarios de los asesinatos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro Leongómez, entre otros. Dichos asesinatos y la atmósfera de violencia de la época inspiraron en mi generación la lucha por la constituyente popular del 91, como bien recuerda Fernando Carrillo en su reciente libro. Lo que siguió, sin embargo, fue una verdadera revolución contraria. Fueron normalizados el uso de la tortura, de la fuerza paraestatal y del Estado, el exilio, las desapariciones y otras amenazas contra la libertad y la vida que se ensañaron de manera específica contra pensadores, activistas sociales, periodistas y miembros de partidos de corte progresista o de izquierda. La atmósfera de violencia fue generalizada, y normalizada dentro del marco del llamado Plan Colombia hasta el punto de convertir la Constitución del 91 en letra sin espíritu y frustrar su promesa. Con todo, los responsables de ese atentado contra la democracia en nombre de la defensa de la democracia siguen libres e impunes. No solo ello, las amenazas contra la vida y la libertad de periodistas progresistas retornan al tiempo que las bancadas de derechas dan al traste con moderados intentos de reforma laboral y social en estas latitudes. En otras, regresan el macartismo y se reinventan derivados del fascismo que convierten a inmigrantes, al pensamiento crítico, y las agendas de diversidad, igualdad e inclusión en proverbiales chivos expiatorios. Es la repetición de los mismos.
La justicia en Brasil y Francia parece haberle cerrado el camino a un par de ellos. “Si tan solo funcionara la justicia aquí como lo hace en Francia,” aseveró alguna congresista progresista del norte global al referirse a estos hechos.
Hay mucho que aprender del ejercicio de la justicia en Francia, pero no sabemos si bastará para detener el defensivismo en marcha. El norte global puede aprender mucho más de la afirmación de la justicia y la democracia brasilera. Requerimos otra imaginación política inspirada por ideales democráticos para construir de manera colectiva espacios en los cuales no haya cabida para las políticas de desposesión forzada y eliminacionismo de los derechos sociales. Donde la violencia no tenga lugar y se afirme el valor, la igualdad y la interdependencia de los seres vivientes. Podrá parecer irrealista, poético e idealista. Pero no es por ello menos necesario.
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