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El encuentro del Grupo de La Haya en Bogotá y la Cumbre Democracia Siempre en Santiago de Chile son ejemplos de coraje plebeyo: ese que viene desde abajo, el de la gente común, que no niega la legitimidad del otro ni se cree natural, moral o culturalmente superior a este.
Se la puede distinguir en la práctica. La práctica del coraje plebeyo consiste en comparar las trayectorias del pasado y el presente con el conjunto más amplio de las posibilidades adyacentes. Esta es la base y evidencia para realizar un ejercicio evaluativo.
Dicho ejercicio no propone ni la preservación ni la restauración de lo que ha existido, sino, al contrario, la posibilidad de su transformación para responder mejor a los retos que vienen.
En cambio, quienes promueven la preservación o restauración de lo que ha sido —a la manera del “Hacer a X grande otra vez”— buscan tan solo mantener el orden de cosas que les ha beneficiado hasta el presente, y sostener tal orden bajo el pretexto de la homogeneidad y unidad primordiales de la nación, el grupo, unos valores o un pueblo. Ese pretexto lo elevan a la categoría de un principio o una ley intemporal.
Son estos últimos quienes suelen afirmar, por ejemplo, que es necesario hacerlo todo para defender la unidad de dicho pueblo y su democracia, inclusive sacrificar al pueblo y a la democracia.
Por ello, suelen justificar la violencia —dentro y fuera de la ley o del Estado— mediante la retórica de los “fines justos” o mayores, y “los medios justos” o instrumentales. Lo suyo es, entonces, el relativismo ético que consiste en dividir entre el pueblo o “nosotros” (los amigos), en relación con “ellos”, el enemigo, al que niegan y al que nombran siempre de manera simplista, maniquea y devaluadora: los inmigrantes, los subdesarrollados, la periferia, las razas inferiores, los pobres y los resentidos, los extremistas lejanos de la moderación, la fuerza de voluntad y el centro; aquellas y aquellos que supuestamente carecen de fortaleza o temperancia, de fines o de un destino fijo y determinado.
¿Cómo entrar en estos debates? No podemos evitarlos. Son los debates más importantes en el momento que vivimos: los del retorno y ascenso de la llamada ultraderecha, cada vez más normalizada y, por lo tanto, indistinguible del centro; el de la violencia estatal y paraestatal genocida, que desplaza de manera forzosa o deja morir de hambre; el uso de la violencia dentro y fuera de la ley para impedir el disenso y la protesta contra las condiciones de miseria y de pobreza.
Para entrar en estos debates, cabe seguir el ejemplo de personas como Francesca Albanese, la relatora especial para los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados, que visitó a Colombia esta semana. En sus reportes e intervenciones, Albanese sugiere la necesidad de ir más allá del impasse en los debates políticos, jurídicos y filosóficos que contribuyen al establecimiento de ciertas formaciones estatales y de mercado. Aquellas que no solo justifican la violencia estatal y paraestatal en términos de la retórica de los medios y los fines justos, sino que también movilizan —de manera repetida y calculada, en el sentido del cálculo de los márgenes de ganancias y el provecho— argumentos y términos contradictorios dentro y fuera de la ley.
Al hacerlo, esta disposición se hace cómplice de la violencia que supuestamente busca dejar atrás.
Si es el caso que aquí son los medios los que terminan gobernando a los fines; si es el caso que la violencia y la ley no son estrictamente contrarios; entonces, para entrar en estos debates, habría que suspender con precisión —al menos de manera temporal— la cuestión de los fines y su justeza.
En vez de intentar medir o calcular este o aquel uso de la fuerza para la consecución de fines supuestamente mayores, habría que preguntarse por el momento en que la violencia que pone la ley y la constituye comienza a ser ejercida tan solo para preservar dicha violencia. Este sería el momento de su corrupción.
Y deberíamos hablar de corrupción tan solo en ese sentido material y concreto, antes que en uno moral y abstracto: cuando un grupo, un partido o una formación político-económica dada se aleja de sus comienzos revolucionarios, busca tan solo preservarse y sacar provecho, y gira de manera violenta en contra de las fuerzas cuya fuerza positiva ve como hostil a su autoridad.
Prueba entonces ser capaz de violencia contrarrevolucionaria y, al hacerlo, traiciona el principio de la violencia constitutiva de la ley y el orden a los que debe su propia existencia. En tal caso, habrá de experimentar un proceso de ruina y decadencia propias, como si se tratase de su autodestrucción interna, no una debida a enemigos externos u “otros”; y la posibilidad de que emerja otra estructura legal y un orden político, social y económico alterno.
¿Es esto lo que estamos observando en los Estados Unidos, en Israel y en Europa?
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