“Todo pasó frente a nuestros ojos… Todo pasó en democracia”. Esta frase, en la mitad de la carta mediante la cual Erika Antequera respondió al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el cual se condena al estado colombiano por el genocidio de la UP, debería ser grabada en el friso del Palacio de Justicia. Y reemplazar a la actual.
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“Todo pasó frente a nuestros ojos… Todo pasó en democracia”. Esta frase, en la mitad de la carta mediante la cual Erika Antequera respondió al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el cual se condena al estado colombiano por el genocidio de la UP, debería ser grabada en el friso del Palacio de Justicia. Y reemplazar a la actual.
Pues no, las leyes no nos han dado libertad. Y lejos de garantizar nuestra independencia, las armas del Estado, vueltas en contra de sus ciudadanos, nos han encadenado o forzado al exilio. Nuestra imaginación sujeta a confinamientos y cadenas. Quienes aniquilaron a los miembros de la Unión Patriótica buscaban no solo extinguir a ese partido político sino también forzar en nosotros la convicción de que imaginar un orden social diferente o el fin del presente es imposible.
Ser capaz de imaginar otro orden y motivar esa capacidad en otros fue visto por quienes ordenaron el genocidio como si fuese razón suficiente y justificadora para ser privado de la vida o del derecho a vivir en la patria propia. Digo derecho, y no sé lo que digo. ¿Qué sentido tiene hablar de derechos cuando este caso prueba que hacerlo, repetir hasta la náusea que somos la democracia más estable de Latinoamérica y el país de las leyes, suma un insulto a la herida irreparable que hemos sufrido o infligido? Pues a los beneficiarios de esta injusticia histórica se les ha permitido no solo conservar sino también acumular su lucro injustificable y mal habido.
“A pesar de la magnitud del evento no habrá verdad, ni justicia, ni reparación. Solo queda la esperanza de la no repetición”, afirma con suma sobriedad y realismo Antequera. “No habrá reparación para lo irreparable?”. ¿Por qué? ¿Acaso no es posible hacer justicia histórica? Esta es la pregunta que nos hacemos quienes hemos sido introducidos a la historia, o excluidos de ella, a la muerte y el exilio, de mala manera, por la puerta de atrás. Esta es la pregunta a la que da lugar la sentencia histórica de la Corte Interamericana, y a la que no da respuesta.
En la sentencia, como afirma Antequera, nos dicen “que matar, desaparecer y torturar es imperdonable. Que no hay razón para encarcelar, exiliar, acorralar ni masacrar a pueblos enteros por ser de izquierda”, y “que muchos militares, políticos y empresarios se empeñaron en destruir cualquier cosa que oliera a comunismo y se lucraron con ello”. Si nos dicen esto, y lo sabemos así prefiriésemos no saberlo y consentir nuestra servidumbre, ¿por qué creemos imposible exigirles que paguen el precio? En parte, porque el que nos sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del orden presente, y la incapacidad de distinguir lo irreparable e invaluable de la injusticia que puede valorarse y realizarse son dos lados de una misma moneda. Y el resultado de la violencia que se nos ha hecho.
Para liberarnos y volver a imaginar la independencia, la república, quizás sea necesario ver la justicia de otra manera. No solo como una cuestión de redistribución o cárcel, un límite al beneficio que puedan obtener los más ricos de la desigualdad cualquiera que haya sido su origen. Sino también, o antes bien, se trata de ver la desigualdad injusta como intrínsecamente histórica. Su carácter originario y acumulativo la constituyen.
Entonces, el genocidio, el de la UP y los otros, es un daño fundacional causado a la vista de sus efectos acumulativos futuros. Y la magnitud de dichos efectos puede hacer la injusticia aún peor de lo que ya ha sido. Ante la expectativa de tal empeoramiento, los beneficiarios de la injusticia histórica —los ganaderos, las multinacionales, los palmicultores, etc.— estarían dispuestos a comprar la opción que tienen las victimas presentes y futuras de realizar actos mediante los cuales buscan hacer justicia y que elevarían la volatilidad política y de los mercados hasta el punto de hacerles sufrir pérdidas mayores.
La huelga general del 2021 en Colombia puede considerarse un ejemplo, o una advertencia. Hablar de opción en este sentido implica no solo el significado coloquial del término sino reconocer también la existencia de tecnologías financieras que podrían ser usadas —por un gobierno progresista como el actual, por la JEP, o la Corte Interamericana, por ejemplo— para proponer otro tipo de remedios. No solo las reparaciones simbólicas, los monumentos, las placas en lugares públicos, las conferencias universitarias, o la propia sentencia, ni tan solo las reparaciones dinerarias individuales, que como bien dice Antequera, por bien intencionadas que sean no bastan pues no puede repararse lo que no tiene precio. Sino también, o antes bien, diseñar vehículos financieros capaces de reorientar los flujos dinerarios, el riesgo, y los colaterales hacia la implementación de la justicia histórica como un proyecto, de seguro incompleto, cuyo objetivo próximo sea cosechar los beneficios acumulativos originados en la injusticia pasada de manera que financien salud y educación pública, transporte, alimentación, o vivienda, y contribuyan a disminuir las desigualdades socioeconómicas.
Si no podemos reparar las vidas perdidas, al menos podemos, nosotras las repúblicas de la protesta, exigir a las instituciones de la república que sus garantías y seguridades a la inversión y los inversionistas se destinen a mitigar la perpetuación y repetición de la injusticia histórica que resulta del lucro acumulado por dichos inversionistas. Se trata de una respuesta sobria, modesta sin duda, pero realizable, al problema de lo irreparable. Quizás en ello consista perdonar a Dios “el haberse equivocado”.